lunes, 1 de noviembre de 2010

CONDENADAS


"El sueño de Rafael" de Marcantonio Raimondi (N.A)
Al fondo sigue en pie una de las ciudades hermanas. Despertó a la fuerza por el ruido de las explosiones. Ni las paredes amuralladas serán suficientes para protegerla. Sus habitantes se preparan para huir. Observan desde las ventanas el humo que oculta a la luna. El campanario retumba y da la orden de desalojo. Incluso los soldados han escapado, porque saben que no podrán defenderse. Solo la luz de una de las ventanas permanece apagada. Es la habitación de la que conoce su futuro y el futuro de las ciudades. No se levanta, no hace las maletas ni prepara provisiones. Ella sabe que no vale la pena huir porque la destrucción es inminente.
Del río empiezan a llegar los que lograron escapar del fuego. Navegan con dificultad porque el agua ha empezado a condensarse. Los de la embarcación más grande reman con esfuerzo y han bajado las velas porque esa noche el viento no sopla. El pescador ha tomado el mando y los guía en la ruta más corta para poder llegar al mar. Saben que allá, en donde el humo aún no llega, aún tienen esperanzas.
Solo mujeres y niños, grita el carpintero. Y las mujeres dejan que sus niños suban primero y los abandonan en las barcas. El carpintero intenta alcanzar al otro barco, pero él sólo los construye y de navegar no sabe nada. Se desvían de la ruta y se quedan a su suerte en medio del río. Ni siquiera las almas inocentes se salvan de la masacre.
Una pareja de valientes ha podido escapar. No lograrán llegar a su destino, pues todo estará hundido en el agua antes de que logren cruzar la montaña.
En la ciudad de la derecha el calor es insoportable. No se puede respirar en medio del humo y el azufre. A los pocos que quedan les cuesta moverse. Unos hacen lo que pueden para alejarse de las llamas. Un hombre carga en hombros a su esposa inconsciente y otro ayuda a la suya a llegar a las partes más altas. Ambos sienten la angustia de la muerte pero seguirán luchando por sobrevivir. En cambio hay quienes se entregan a las llamas porque prefieren morir quemados y otros que se encierran en los pisos más bajos y esperan a que el nivel del agua suba, porque es menos doloroso morir ahogado.
El fuego de la ciudad es alimentado por un rayo que sale de la montaña. Está a punto de quebrarse en dos. Se sabe que de su interior saldrá la lava que sepultara las ciudades. La lava se volverá roca y sepultará también su recuerdo. Pasarán a ser ciudades perdidas y se contarán historias de lo que alguna vez fueron.
Las edificaciones más cercanas al río y las que más arden con el fuego son la biblioteca y el observatorio astronómico. Solo los sabios se preocupan por rescatar algo de su historia. Uno sube las escaleras hasta la entrada, agarra los libros que aún no han sido destruidos, baja de nuevo y lo espera otro que los recibe y los guarda en la fosa secreta, en el único lugar al que el fuego no puede entrar. Los protege y los encierra bajo llave, como un tesoro, esperando que algún día alguien pueda llegar a encontrarlos de nuevo.
Del río sale un resplandor que asusta a los animales. Puede ser que el agua también quiere estallar o es sólo un aviso para que huyan, pues son los únicos que podrán sobrevivir. Han adaptado las formas de supervivencia de las cucarachas. Han transformado sus cuerpos, porque no tuvieron opción, porque su espacio fue reducido a una pequeña porción de tierra, porque los humanos los obligaron. La iguana tiene cola de pez, porque aprendió a vivir bajo el agua. Tiene garras enormes y filosas porque se volvió carnívora y sale a cazar las presas que se encuentran en la orilla. La zarigüeya ha desarrollado un potente veneno que inyecta a través de su cola de alacrán. El gato se volvió subterráneo y ciego como los topos. El conejo aprendió a volar y al igual que la abeja mata con su aguijón al precio de su propia muerte. Todos esperan en la orilla. Esta noche no intentarán comerse y esperarán pacientes la nueva tierra que será creada sólo para ellos.
En el césped hay dos mujeres recostadas. Son hermanas como las ciudades. Gemelas idénticas. Bien podrían estar descansando porque atravesaron el río nadando, huyendo de una muerte segura, y creyeron que en la otra orilla estarían a salvo. Les cuesta respirar y con esfuerzo levantan la cabeza con la intención de rescatar un poco de oxígeno del ambiente. O podrían estar muertas, porque al ser las causantes de la tragedia han sido tiradas al río y el río las ha traído hasta la orilla y golpearon contra las rocas y el río las tiró al césped como pudo y no están levantando la cabeza porque no pueden, porque el cuello roto y sin vida no puede soportar tanto peso.
Están tiradas debajo de lo que alguna vez fue una iglesia. De la iglesia no queda sino una pared, una columna y una ventana que alguna vez tuvo un vitral de alguna imagen sagrada. De la ventana se cuela una luz. La luz de las llamas que alumbra la pared y que le presagia su destino de cenizas.

martes, 5 de octubre de 2010

SHADOWS


Estás sentado en la silla del parque. Son las cinco de la tarde y el sol te da en la espalda. Sobre el asfalto ves tu sombra que se proyecta. Está tu figura tan esbelta que te parece extraña. Una persona de dos metros, con la cara alargada ocupa tu lugar en la proyección.
Te gusta ver cómo las sombras de los caminantes se entrecruzan con las tuyas. Forman seres de dos cabezas, cuerpos con cuatro brazos o seis o siete. Realizan movimientos coreográficos que se interrumpen con tu sombra. La tuya y la de los que caminan por detrás se proyectan sobre los pies que caminan a prisa por delante.
Entre tanto movimiento alguien se detiene. Sabes que es un hombre. Tiene espalda ancha y cuerpo recto. Su sombra se ubica al lado izquierdo de la tuya, unos metros más arriba de la altura de tu cabeza. Lleva algo que bien podría ser un sombrero o un turbante o un animal. Lo ves moverse con el viento o por voluntad propia. No lo sabes muy bien. El hombre se queda quieto, sólo mueve la cabeza de un lado a otro. Está buscando a alguien o viendo a la gente que pasa a su lado.
Entonces una sombra más se detiene. Se ubica a tu lado derecho. Reconoces a una mujer. Su ropa alcanza a mostrar unas curvas bien definidas. Su pelo largo ondea con el viento y se lo acomoda de vez en cuando. Se voltea y mira la sombra del hombre. Se queda quieta, de perfil. Parece que el hombre no se ha percatado de su presencia, o no le importa porque sigue moviendo su cabeza de lado a lado.
Ella estira su brazo por encima de tu cabeza y su sombra toca la sombra del hombre. Le acaricia el sombrero, el turbante o el animal. Al hombre parece no gustarle y se aleja un par de pasos más hacia tu izquierda. Ella intenta seguirlo, pero tu sombra se lo impide. Se siente temerosa de tocarla o simplemente no quiere ensuciar la suya. Se ve impaciente.
Decides correrte un poco más a la izquierda de la silla, como generando complicidad con la mujer. Ella avanza a tu ritmo y entonces vuelve a estirar su mano. Acaricia de nuevo la sombra del hombre, esta vez en el brazo. El hombre mira el brazo de la mujer y luego la mira a ella. Intenta pasar al lado derecho, pero tu sombra se lo impide. No quiere tocarla.
Las dos sombras quieren estar juntas. Si no fuera por la tuya se fundirían en una. Tu no haces nada. Te gusta ver cómo las sombras lo intentan, pasando los brazos y estirando los cuellos por encima de tu cabeza. Con cuidado de no tocar tu sombra.
De pronto, el hombre hace un gesto, tiene una idea. Una nueva sombra aparece. Una sombra roja y redonda. Puede ser una sombrilla o una pelota. No lo sabes muy bien. El hombre ubica la sombra roja justo detrás de tu cabeza. Te rodea por completo y tu sombra se desvanece y se funde con el rojo. El hombre desaparece por detrás y aparece de nuevo a tu derecha. La mujer lo toma del brazo. Ahora sus sombras son un cuerpo con dos cabezas y cuatro brazos. Se alejan caminando por la derecha y detrás los persigue la pelota o la sombrilla.
Tu, que no te habías atrevido a voltear la mirada, esperas unos segundos. Sigues las sombras con la mirada, de reojo. Para cuando vez que están lo suficientemente lejos volteas tu cara rápidamente y apoyas tu brazo sobre el espaldar de la silla. El sol te golpea en la cara y no ves más que las siluetas de las personas que siguen caminando detrás tuyo. Buscas a alguien con sombrero o turbante o un animal en la cabeza. Buscas a una mujer de ropa ajustada. Buscas una pelota o una sombrilla roja que los persiga, pero no ves nada de eso. De su presencia sólo te queda el recuerdo.

sábado, 25 de septiembre de 2010

FAVORITISMOS


I simply remember my favourite things
and then I don’t feel so bad
Rogers & Hammerstein – The Sound of music

Me alegra dormir las nueve horas que me recomendaron
y echarle un vistazo a esa foto en la que estamos juntos
hundirme entre las cuatro cobijas y las dos almohadas
los cinco minutos de pereza
ese sol frío que se cuela en las mañanas
la primera canción que escucho al levantarme
esperar a que el cereal se ablande un poco
y el olor a mandarina que se impregna en mis manos
el saber que hoy no tengo cosas pendientes
ese mensaje que me desea un buen día
y des
pe
re
zar
me

Me hace feliz darle cuerda al soldadito
y verlo caminar
los tres animales que me miran desde su mundo de colores
dejar que un chorro de agua tibia vaya de mi cabeza a mis pies
saber que tengo que abrigarme
el perro del vecino que me llama en las mañanas
sacar los relojes
escoger sólo uno
volverlos a guardar
ver la colección de monedas de los tres países
la llamada tranquilizadora de mis padres
y las historias de mi hermana
Los dibujos con mi abuela
y la compra de dulces con mi abuelo
desempolvar los álbumes fotográficos

Me pone contento la risa de Marianita cada vez que le hago cosquillas
hacer de monstruo
los pelos rizados
y jugar con ellos
ponerle banda sonora a esos momentos de mi día
ver el resultado de una tarde de dibujo
untarme de pintura las manos y la cara
ordenar de mayor a menor
el corrientazo en la boca por el sabor del arándano
el dolor de cabeza por atragantarme con helado
conocer el final del libro
sentarme en el fondo y ver los cuerpos que nadan arriba
Tener un pretexto para salir a jugar al parque

Me gusta cocinar para dos
ese par de sábados en buena compañía
saber que le hice el día feliz
el mensaje de agradecimiento por una tarde placentera
los regalos que me hace sin razón
que me haga bromear cuando hablamos
que me diga que me quiere
aunque seamos sólo amigos
el golpecito enojado
y ver de nuevo la foto en la que estamos juntos
antes de irme a dormir

domingo, 19 de septiembre de 2010

PACTO


Eusebio salía todas las mañanas a la panadería de la esquina. Compraba diez pesos de pan. Caminaba tan a prisa como su bastón se lo permitía. Llegaba de primero al viejo parque del barrio. Se sentaba en una banca y alimentaba a las palomas.
En eso gastaba sus días. Cortaba trocitos de pan y los lanzaba al suelo. Le gustaba ver como las palomas aterrizaban, corrían, luchaban por las migas y volaban de nuevo. Algunas veces se ponía pan en los zapatos , estiraba las piernas y dejaba que las aves le hicieran cosquillas. Otras veces, se ponía migas en el sombrero. Las palomas trepaban por sus hombros y se posaban en su cabeza y le despelucaban los pocos pelos que aún conservaba. Las palomas lo conocían mejor que la gente del barrio. Y el parque y esa banca le pertenecían.
Una mañana Eusebio no salió a comprar pan. El parque y la banca permanecieron vacíos. Y ese día no hubo más Eusebio. Tampoco hubo palomas.
Esa misma mañana, todos los parques y las bancas de la ciudad quedaron vacíos. Y cuando llegó la tarde volvieron las palomas, pero no volvió ningún Eusebio.
Y es que dicen que esos viejos hicieron un trato con las aves. Intercambiaron migas de pan por clases de vuelo. Y ese mismo día les enseñaron a volar.

sábado, 11 de septiembre de 2010

INTERPRETACIONES


-Esa es un conejo.
-Para mí es un sapo.
-No, te digo que es conejo. Si hasta come zanahoria ¿no ves?
-Es sapo y está estirando la lengua.
-Conejo. Está saltando y salta como conejo.
-Tiene las patas traseras muy largas. Como de sapo.
-¿Has visto un sapo blanco y felpudo?
-No es tan blanco. Es más bien gris y está brilloso. Como un sapo. Un sapo de pantano.
-¿No eran verdes los sapos?
-Los que te pintan en los libros. Los de verdad son grises. Yo vi uno en el jardín de la abuela y era gris. Si fuera verde no lo habría visto.
-¿Tan quieto estaba?
-Creo que se ocultaba de Mirringa. Ya ves que le gusta comer sapos.
-Los gatos no comen sapos.
-¿Como que no? Les gustan tanto como los ratones.
-¿Has visto a un gato comerse a un sapo?
-No, pero lo leí en mi libro de biología. Su dieta es a base de ratones y sapos.
-Si tu lo dices. ¿Y el conejo?
-Son vegetarianos. No se comerían un sapo, les hace mal.
-No, el conejo, ya no está.
-Era un sapo y se transformó en camello. ¿Le ves la joroba?
-Sería dromedario porque sólo tiene una.
-¿Ahora te inventas animales?
-No es invento. Los dromedarios existen. Son primos hermanos de los camellos. Pero sólo tienen una joroba.
-Si tu lo dices. Qué incómodo debe ser viajar en dormendario.
-Dromedario, tonto. ¿Por qué lo dices?
-Por la joroba. Los camellos si son inteligentes. Se hicieron una silla con las jorobas para poder viajar en ellos.
-¿Eso también lo leíste en tu libro de biología?
-No, me lo dijo uno.
-¿Un qué?
-Un camello, obvio.
-¿Y es que ahora los camellos hablan?
-No todos, sólo ese.
-¿Y en dónde viste un camello que habla?
-En el jardín de la abuela. Dónde si no.
-¿De dónde te inventas tantas historias?
-No es invento, es real. Tan real como el sapo gris. En el jardín de la abuela pasan cosas que ni te imaginas.
-¿Qué hacen chicos?
-Vemos animales en las nubes.
-Pero Mateo hace trampa.
-¿Haces trampa?
-¡No hago trampa! ¿Por qué le dices a la abuela que hago trampa?
-¿Has escuchado hablar alguna ves del dormendario?
-¡Dromedario, tonto, Dromedario!
-Si, es el primo hermano del camello, pero sólo tiene una joroba.
-¿Viste?
-Chicos, se enfría la comida. Entremos a casa ¿quieren?
-En cinco minutos abuela. En cinco minutos.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

HUELLAS

Bajo mi cama encuentro a mi cuerpo cansado las pieles que he mudado el no se lo digas a nadie el secreto que perdí días de lluvia de lluvia ácida de lloviznas que torturan de chubascos que desnudan un escondite de abrigos un vigilante de zapatos un diario oculto y escrito en lenguajes secretos de jeroglíficos en el colchón manchas de tinta o de sangre que dibujan historias que no se dicen pedazos de intrigas manos que buscan y ojos que no encuentran estornudos provocados rectángulos perfectos marcados por el polvo la mano peluda del monstruo que me tiene miedo un túnel por el que escapo el olor a leche caliente y a brandy que me trae de vuelta las cáscaras de naranja seca una colección de monedas de arenas de mares de caras de sonrisas de besos que no me han dado un charco de lágrimas coladas por los resortes promesas que nunca fueron cumplidas el mañana en la mañana un par de pesadillas que se ocultan en el día el avión que se lanza todas las noches en caída libre la número ocho que me persigue por toda la mesa un termómetro roto una boca rota y silenciada y un cuerpo roto que no es el mío

domingo, 29 de agosto de 2010

DOMINGO

Todos los domingos Raúl se levantaba tarde. Abría las cortinas y disfrutaba de la vista y de la satisfacción de haber cumplido su sueño de una casa en la playa. Se dedicaba a no pensar. A olvidar la ciudad, el asfalto, el humo negro, el regaño del jefe, las radiaciones del computador, el sonido de las quince impresoras y de los veintitrés teléfonos y del taconeo y de las sirenas. Y todo lo olvidaba recostado en el sillón y disfrutando de la presencia de Ana.

Ana dedicaba sus domingos a cocinar. No había nada en el mundo que le gustara hacer más. Panqueques de desayuno, Sancocho de pescado para el almuerzo, una ensalada con frutas para la cena y postres para todo el día. Y cuando se cansaba, se recostaba en el sofá y se deleitaba con el olor que impregnaba toda la casa. Se acercaba hasta la ventana y desde allí veía a Damián que jugaba en la playa.

A Damián le gustaba quitarse las sandalias y sentir la arena entre los dedos de sus pies y saltar sobre el agua que se posaba en la orilla. Corría de un lugar a otro y de vez en cuando se detenía a observar la inmensidad del mar. Amaba el mar. Y amaba elevar su cometa los domingos.

Era una cometa pequeñita. La más pequeña de la playa. Estaba hecha de dos palitos de madera que formaban una cruz y un pequeño pedazo de tela roja y traslúcida. Tenía una cola de todos los colores que le doblaba el tamaño. Era pequeña, pero cuando volaba lo hacía mejor que cualquiera. Con esfuerzo se metía entre las más grandes y se abría paso hasta llegar a lo más alto, a donde ninguna otra llegaba. Desde allí se enfrentaba al viento y se hacía la grande y miraba hacia abajo y se reía de Ore, porque ella sí podía volar.

Ore ladraba y perseguía gaviotas. Excavaba entre la arena y ocultaba caracolas y le gruñía a los cangrejos y salía corriendo cuando le pellizcaban la cola. Le gustaban los atardeceres y acostarse en la arena a contemplarlos. A veces se quedaba dormido y soñaba sueños perrunos. Soñaba con sus jóvenes días de vagabundeo y con el hambre y con el rechazo. Pero sobre todo soñaba con el día en que se lo llevaron a vivir en la casa de la playa.

Y la casa todavía conservaba el olor a sauce, a arándano y a pluma de gorrión. Mantenía la temperatura perfecta entre sus maderas. A veces se podía oír como crujía al ritmo del viento e imitaba el vaivén de los árboles. Los domingos era cómplice de Raúl y contaba a gritos los secretos de Ana y consentía a Damián hasta dejarlo dormido en su cama y cuidaba de que la cometa permaneciera intacta hasta el próximo domingo y se colaba en los sueños de Ore y hacía que fueran los más placenteros. Y con eso le bastaba para vivir sola el resto de la semana.

miércoles, 18 de agosto de 2010

POLONIO, ENAMORADOR DE INFIELES

Cuentan que en La Candelaria habita un personaje que le hace justicia al amor. Se llama Polonio. Fue amigo de los cuatro locos y al igual que ellos, enloqueció. Se había enamorado de una mujer y él la enamoró también. Se casaron y vivieron felices, pero no para siempre. Su mujer lo dejó, se fue con otro en una noche sin luna.

Dicen que desde ese día se vistió de rojo. Mientras vivió se le veía andando por la plaza y se sentaba a esperar. A esperar a esa que nunca volvería. Y escribía cartas para las mujeres del barrio. Y las mujeres se enamoraban de las cartas. Dejaban a sus parejas por la magia de las palabras. Polonio las enamoró a todas y todas se hicieron infieles por Polonio. Un día no se le vio más por la plaza. No hubo más cartas, ni mujeres enamoradas.

Afirman que tiempo después se presentó de nuevo en La Candelaria. Y todavía ronda por ahí. Busca muchachas para conquistar. Sólo se acerca a las mujeres infieles y cuando las enamora se van con él. Y nunca vuelven.

miércoles, 11 de agosto de 2010

EMIGRANTES

Irían hasta el pequeño camión y pondrían los muebles en el asiento de atrás. Se marcharían esa misma noche. Si todo salía como esperaban estarían viajando al norte. Se establecerían en una ciudad pequeña, ruidosa y contaminada.

Efraín trabajaría en un taller, Laura lo haría como niñera, como mesera o como empleada del servicio. Se olvidarían de todo. De la casa en el centro, de las escondidillas en la selva, de los viajes al río los fines de semana, de la incertidumbre, de la finca y de los cultivos, de las cenas con yuca y plátano, de sus identidades falsas, de las ferias del pueblo, de las reuniones con amigos y de su familia.

Les darían el dinero de la casa a la mañana siguiente. Eso sería lo único que tendrían para rehacer sus vidas. Eso y las promesas de apoyo de aquellos que no habían hecho nada para protegerlos. Se irían a la deriva, a buscar en dónde dormir. A encontrar un lugar que pudieran volver a sentir suyo, aunque sabían que eso era imposible.

La deuda la dejarían paga. Acabarían las amenazas. Sabrían que por lo menos los dejarían tranquilos.

Si los muebles los hubieran puesto en el auto. Si hubieran salido de su casa diez minutos, un minuto más temprano. Si hubieran sabido que venían a buscarlos se habrían ido antes. Estarían por lo menos seguros, lejos de lo que alguna vez fueron. Hubieran pasado desapercibidos. Hubieran logrado huir.

martes, 3 de agosto de 2010

DISECCIÓN

El guante le calentaba la mano. Sentía que las gotas de sudor frío escurrían por sus dedos y hacían que se le pegara a la piel. Le molestaba sentir el talco sobre sus uñas. Le hacía escuchar el sonido agudo de la tiza sobre el pizarrón. Se lo acomodó por última vez y le dio una mirada a la bandeja de plata. La luz verdosa de la bombilla revelaba un par de huellas digitales que se asomaban sobre la superficie brillante. Hizo un recorrido por encima de las herramientas. Las cuchillas, ordenadas cuidadosamente de mayor a menor, le mostraban su cara pálida que se confundía con el techo de la habitación. Se detuvo en el tercer bisturí y lo agarró decidido. A través del guante podía sentir que estaba helado. Habían pasado varios años desde su última cirugía a corazón abierto.

Dirigió la cuchilla hasta el cuerpo desnudo de la mujer. Su piel brillante de alcohol y gel le recordaba la de los sapos que diseccionaba en el colegio. Posó el bisturí suavemente debajo de la garganta. Justo sobre el comienzo de la marca que le había hecho previamente con marcador indeleble. Apoyó cuidadosamente el meñique en un costado, para evitar que la mano siguiera temblando. Presionó con fuerza y la cuchilla se hundió en la piel, haciendo un ruido sordo, como el de los mosquitos cuando explotan al acercarse a una lámpara eléctrica. La sangre no se hizo esperar. Empezó a salir en pequeñas dosis manchando la hoja de la cuchilla y salpicándole el guante, la bata y la camilla. Siguió cuidadosamente el curso de la marca que recorría todo el pecho, dividiendo el cuerpo en dos. Terminó el corte a unos centímetros del ombligo y sacó con cuidado la cuchilla roja del cuerpo de su víctima.

jueves, 15 de julio de 2010

COMIENZO UN PROYECTO

Según el Instituto Nobel de Noruega, el presidente
estadounidense fue el ganador del premio de la paz por sus
"esfuerzos extraordinarios por reforzar la diplomacia
internacional y la cooperación entre los pueblos"
Diario El Tiempo, noviembre de 2009

El último premio que recibí, me lo dieron en la secundaria. Fue una pequeña medalla dorada, que después de unos meses se destiñó. Me premiaban por buen comportamiento. Llevo más de diez años sin ser galardonado y he decidido no dejar pasar más tiempo. Quiero un premio. Pero no cualquier premio. Voy a poner mi mejor cara de ambición. Voy a ganarme un Nobel.

Investigar cromosomas, átomos y fibras ópticas demanda tiempo y esfuerzo. De economía no se nada y mi novela puede esperar, por ahora. Así que, por descarte y como estoy apurado, quiero el de la paz.

No voy a empezar huelgas de hambre ni diálogos pacificadores. Corro el riesgo de ser asesinado o morir de inanición. No voy a liderar movimientos que promulguen la no violencia o el cumplimiento de los derechos humanos. No quiero tener una medalla por buen comportamiento y un archivo en la policía.

Mi plan es sencillo. Afiliarme a algún partido político, militar y religioso. Por las dudas y la propaganda. Darle posada al peregrino con contactos. Vestir al desnudo. Involucrarme en un conflicto de dos comunidades o dos ciudades o dos países o dos continentes o dos mundos. Conciliarlos. Cuidar al enfermo y llorar en público. Lucir preocupado por la situación mundial. Darle de comer al hambriento y de tomar al sediento. Querer parar el calentamiento global, eso da puntos extra. Visitar a los presos y enterrar a los muertos.

Pero primero debo empezar por hacerme famoso. Así que voy a meterme a un reality show, a hacer un Talk Show o a ponerme tetas.

DESPERTAR

Sucede que uno gasta los primeros minutos del día en recuperar su brazo derecho. Se lo está comiendo una sanguijuela y hace cosquillas mientras mastica lentamente. Uno la frota, la pellizca, la muerde y la golpea, pero no cede. Está decidida a dejarlo inútil.

Con el brazo izquierdo intenta incorporarse. Un par de tenazas lo agarran de los pelos y en la lucha le arrancan unos cuantos. Luego están las serpientes. Esas que se niegan a separarse de la piel. Se enroscan en las piernas, se pegan a los pies, a cada uno de los dedos y sus largas lenguas ya empiezan a invadir las uñas. Las desprende de un tirón y se acurrucan en una esquina.

Por la ventana se escucha el batir de alas de esos hombrecitos que soplan un viento helado. Congelan las gotas de sudor que caen quemando la piel y clavándose en los pies. Uno se levanta. El piso, blando y viscoso, tiembla. La sanguijuela, que aún hace cosquillas, tira hacia abajo y lo tumba de nuevo en la cama. La agarra con su brazo libre y vuelve a tomar impulso.

Así, uno va a dar contra una pared de anillos que se pegan a sus ojos hinchados y los untan con tinta de calamar. Se rinde ante la inestabilidad del piso. Se arrastra. Le clava las uñas y empuja a su sanguijuela y a su pesada existencia.

Sucede que algunas cosas cambian con un baño helado. Uno se ubica frente a la tina. Se pone en la orilla, se da un empujón y resbala hacia adentro. Rueda de lado a lado y después de un rato frena en el centro. Estira su brazo y abre la canilla. El agua solidifica el piso y saca los anillos y hace que la sanguijuela se acobarde. Entonces se levanta y puede caminar y los hombrecitos se alejan volando y las serpientes se esconden y las tenazas se cierran.

Uno sale entonces a la calle con las dos cosas que nunca se van: Las manchas de tinta y su sanguijuela en un dedo.

HAY MÁS AGUA EN LA LUNA

“Hay más agua en la luna de lo que se pensaba, dice estudio”
Diario el Espectador, Junio de 2010

I
La luna estudia los pensamientos del agua
El agua dice que no hay más luna
La luna cree que el agua no dice lo que piensa
El agua se queda pensativa
y piensa en los decires de la luna
El agua llora
La luna dice que hay agua en el pensamiento
El agua dice que la luna no sabe nada

II
El pensador acuoso aluniza en sus estudios
estudia la luna
El estudioso lunar agua sus pensamientos
piensa en el agua
El pensador dice que el estudioso no piensa
El estudioso dice que el pensador no estudia

III
La luna agua el pensamiento del estudioso
El agua aluniza en los estudios del pensador
El pensador acuoso y el estudioso lunar dicen que no hay más lunas ni más agua
La luna y el agua creen que ni el pensador ni el estudioso saben lo que dicen

DE VECINOS

Oscar siente que el único departamento habitado es el suyo. Llega en la tarde y camina por el vestíbulo que rechaza la luz de la calle. El único sonido que se escucha es el de sus zapatos sobre la baldosa recién encerada. Pega un pequeño salto para evitar caer en la zanja de lo que alguna vez fue una revisión de gas. La paredes absorben los sonidos y los guardan tan celosamente que nada se les escapa. Los techos muestran señales de que alguna vez fueron habitados por bichos y fumadores compulsivos.

Los escalones son gigantescos y los sube con dificultad. La forma de caracol lo marea. Sube siempre agarrado de la pared. Su miedo a las alturas le hace pensar mil formas diferentes de la manera en que bajaría de nuevo en caída libre. Su piso vuelve a tener luz después de varias semanas. Preferiría que no fuera así, la bombilla deja ver la oscuridad asfixiante del corredor. Si alguna vez se encontrara con algún vecino no cabrían los dos.

Abre la ventana de su habitación y le hecha un vistazo a los otros departamentos. Todos con las persianas y las ventanas cerradas. Se oye a lo lejos el ruido de la ciudad. Se queda escuchándolo por unos minutos para no olvidar que sigue vivo. En las noches reina una calma de pueblo fantasma.

En las mañanas, la vecina de en frente le pide a gritos a Nahuel que se bañe, que se vista, que aliste su maleta, que termine su tarea, que se coma rápido el desayuno, que se porte bien en clase, que no sea malcriado, que todo es culpa de su padre, que la abuela no la entiende, que no sea estúpido, que no lo soporta más. Nahuel no dice nada pero se escucha sollozar en el baño. Seguramente nunca dirá nada. Prefiere callar antes de decir algo que pueda traer consecuencias devastadoras. El anciano del segundo piso le sube el volumen al televisor porque su esposa escucha el radio a todo lo que da en la cocina. No se dicen nada, pero luchan por conseguir los mejores decibeles. Los chicos de la planta baja juegan un partido en el patio, pasámela, grita uno, no seas pelotudo, grita el otro, lanzá, jugás como mina, no te la dejés sacar, fue tu culpa, gol. Y al golpe de la pelota contra el edificio lo acompaña un grito de no rompan nada que se escucha fuerte y claro. El golpeteo quiere tumbar el edificio y el grito ya ha roto un par de ventanas. La mujer del tercer o cuarto piso inicia su concierto matutino de ducha en do mayor. Ese sonido por desafinado que resulte, es de los más agradables.

Oscar escucha atento. No tiene más remedio. Su departamento se inunda de olores a sales de baño, a shampoo de miel y jojoba, a nostalgia, a huevos revueltos, a chocolate caliente, a desilusión, a pelo quemado, a tierra húmeda, a pasión, a detergente y a piso encerado que le resultan ajenos.

Para cuando abre la puerta ya no gritan a Nahuel, ya no se escucha el televisor ni hablan fuerte en la radio, ya no juegan fútbol y ya nadie canta. Camina por el corredor buscando señales de vida. Cruza a saltos el vestíbulo y abre la puerta. La luz del sol le hace cerrar los ojos. Después de unos segundos regresa su vista y se encuentra con la fría soledad del edificio que invade la calle.

ENTRE GUSTOS Y DISGUSTOS

Me gusta la luz del medio día
y los animales en las nubes
el sol no me gusta
la luna llena y los hombres lobo
los duendes y los vampiros me gustan
pero no me gusta la noche tenebrosa
Me gustan los despertares calurosos de invierno
y las noches heladas en pleno verano
Ni los inviernos ni los veranos me gustan
Janis Joplin los lunes lluviosos me gusta
y Ray Charles los sábados soleados
pero no me gustan los domingos de Billie Holiday
Me gusta el olor a sancocho y a ajiaco
el lulo y el maracuyá
pero no me gusta la comida caliente
Las bromas de mamá me gustan
y los consejos de papá también
las llamadas a larga distancia no me gustan
Me gustan las paredes de las galerías
y la energía de los museos
pero los avisos de “no tocar” no me gustan
Las mujeres de Klimt me gustan
y también las estrellas de Van Gogh
pero no me gustan las gordas de Botero
Los óleos y el carboncillo
y los lápices de color me gustan
La hoja en blanco no me gusta
Me gusta el olor a libro nuevo
me gusta el olor a libro viejo
pero no me gusta cortarme con papel
Me gustan los conejos blancos
las hadas azules y las brujas verdes
los felices para siempre no me gustan
Me gusta la tipografía
la alineación y el espaciado
pero no me gusta la mente en blanco
Me gustan los inicios
me gustan los nudos
y no me gustan los desenlaces

Me gusta que me gusta
y me gustaría gustarle
que no le guste no me gusta

No me gusta

PASEABAN

Se sentaron a descansar en las sillas del parque y se quedaron dormidos los tres. Durmieron por años. Se hicieron viejos e inexplicablemente engordaron. La primera en levantarse fue la hija. Llamó a sus padres y sin decirse nada se fueron caminando muy despacio hasta la casa. Nadie los vio llegar.



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MELÓDICO

Se sostiene en su única pata. Apoyado sobre la pared vieja y sucia mantiene el equilibrio como un experto funámbulo. Espera paciente por alguien que lo agarre, que lo sostenga en brazos, que lo toque.

Cuenta historias del medioevo, de reyes y códices. Aún conserva la elegancia de los bailes cortesanos. Huele a sonatas, a pastorales, a rapsodias del sur y a allegrettos graziosos en una noche de invierno. La habitación se llena con su imponencia, con sus curvas barrocas y su pesadez monumental. Hasta el sol se cuela por la pequeña ventana para poder reflejarse en su superficie lacada.

Respira el aire tensionante de las audiciones y la brisa refrescante de los conciertos en sol mayor. Huele al sudor de las manos nerviosas y a pelo recién cortado. Huele a abeto, a cedro, a sauce, a nuez y a nácar. Su sonido es azul como el canto de las ballenas, como las carcajadas de un niño. Es pacificador y angustiante. Es de un violeta tan profundo que invade y ahoga.
Huele a luna llena, a Kandinsky, a plata, a escalas y a arpegios, a nylon y a acero. Suena a arrullo de abuela, a mañana de domingo, a fotografía vieja y a café recién hecho. Su sonido es tan largo como los días de verano y tan corto como los mejores sueños.

MARUMBA SALE DE SU CASA

Marumba sale en la mañana de su casa. Su traje blanco contrasta con su piel oscura. Hace equilibrio sobre la baranda para no caer al río. Da uno, dos y tres pasos y se tropieza. Vuelve empapado y se cambia la ropa. Marumba sale de su casa con un trajecito amarillo. Se agarra fuerte de la baranda. Camina sobre ella como un mono trepando un árbol. Ha olvidado su mochila. Marumba sale de su casa con la mochila al hombro. Se sienta en la baranda y se arrastra despacio. El río lo salpica y se le mojan los zapatos. Marumba sale de su casa con las sandalias nuevas. Se acuesta en la baranda y se mueve de espaldas. Al llegar al otro lado recuerda que ha olvidado su merienda. Marumba sale de su casa con la merienda en la mano. Da unas volteretas y no ve la tarea. Marumba sale de su casa con su trajecito amarillo, con las sandalias nuevas, con la mochila al hombro, la merienda en una mano y la tarea en la otra. Se le hace tarde pero no tiene prisa. Hace un par de peripecias en la baranda intentando no caerse. Al llegar al otro lado se da cuenta que ha perdido sus cosas. La mochila se ahogó y la tarea se la comió una gaviota. Marumba sale de su casa pero no quiere ir a la escuela.

ETÉREO

Mi cama, como la tierra, permanece húmeda y fría. Mi almohada aún conserva el olor de las hojas secas. Las gotitas de rocío me golpean suavemente, en un intento fracasado por despertarme. Los árboles son gigantes que zumban canciones al ritmo del viento. Las hormigas y los caracoles me caminan y susurran cosas que no logro entender. El agua helada empuja las piedras de la orilla que permanecen estáticas. La brisa me cobija y trae consigo los cantos matutinos de las aves.

Abro lentamente los ojos. La luz golpea en mi cara y entre nubes veo a mi abuelo. Camina erguido entre las piedras y se acerca a la orilla. Los peces lo miran como retándolo, nadan entre los juncos, se esconden, saltan y lo salpican. Veo a su sombra ejecutar movimientos impecables. La caña lo sigue obediente. Después de unos minutos saca uno, dos, cinco, veinte, cien peces. Se revuelcan en la tierra entristecidos por la derrota.

La tierra se deshace bajo mi cuerpo, las hojas vuelan con el viento, tan solo quedan unas gotitas de agua en mí, los árboles se derriten en el cielo, los bichos se ocultan y la brisa cesa de golpe.

Mi abuelo sigue ahí. Inamovible. Tan concreto como su memoria.

DOBLEZ

Borrar el dibujo del viaje a China
Hacerme un Origami con el papel del baño
Cambiar el de cocina por uno de arroz
Degustar las fibras del libro
Hacer un papelón con pocas hojas

Evitar las resmas
preferir los planos
los cuadernos sin árboles
Los diarios plegados
y los papeles sin rol.

ESPERA

Gloria entró a la sala y agarró un turno para esperar a que la atendieran. No le gustaban los hospitales pero no podía postergar la cita por más tiempo. Se sentó a esperar. Se hizo en el último lugar, lejos de la recepción y al lado de una pequeña ventana. No soportaba el olor que era una mezcla entre formol y el peculiar aroma de las cremas para golpes y torceduras. De fondo se escuchaba una canción de música andina instrumental. Prefería no entrar en contacto con ninguna de las personas que, como ella, esperaban a ser atendidas. Tan pronto se sentó miró el papel que tenía en la mano y vio el número ochenta y nueve. Alzó la mirada buscando la pequeña pantalla que se encontraba en la recepción y vio que estaban en el turno setenta. Se acomodó y sacó una de las revistas que había comprado antes de entrar. La leyó entera.

Después de una lectura de tres revistas, los sonidos de la zampoña, el charango y el bombo empezaban a aburrirla. Echó un vistazo y se percató que muchas de las personas que estaban cuando había llegado ya se habían ido, pero la sala se encontraba aún más llena. Alzó la mirada y se levantó un poco para ver la pantalla por encima del sombrero de la fila de adelante. Turno setenta y cinco. Se reacomodó en su silla y empezó a mover el pie rápidamente. Se detuvo por los ojos de furia de la señora de al lado. Sacó de nuevo una de las revistas y empezó a hacer el crucigrama de la hoja final. Lo acabó a los diez minutos. Miró de nuevo la pantalla. Turno setenta y siete. Las canciones empezaban a repetirse. Quería estrangular al niño de adelante que no dejaba de gritar y saltar de un lado a otro. Se levantó y fue a sentarse en la otra esquina. Estaba todo más tranquilo y corría un viento fresco que entraba por la ventana.

Sacó otra revista. Empezó a llenar con cincos, sietes y nueves los espacios del sudoku. A los cuarenta minutos lo abandonó. Tenía un par de cuatros en el sexto cuadrante. Otro vistazo a la pantalla. Tuvo que levantarse de la silla y esquivar varios cuerpos que estaban de pie para descubrir el número. Turno ochenta y cinco. Se quedó de pie para evitar un calambre. No se movió de la última fila, no quería entrar en el tumulto. La sala estaba aún más llena. Las canciones se repetían por cuarta o quinta vez y Gloria empezaba a tararearlas inconcientemente. Volvió a sentarse. El anciano de al lado le preguntó la hora, otro niño fastidioso empezó a molestarla y disimuladamente lo pellizcó, se levantó, se cambió un par de sillas más al centro, sacó las revistas otra vez y las hojeó de nuevo.

Turno ochenta y nueve. Se levantó y había tanta gente que no encontró por donde pasar. Mientras intentaba hacer a un lado a las personas que estaban de pie, escuchó el timbre de nuevo y una voz que gritaba: ¡chentinueve! Con desesperación alzó la mano tratando de hacerse notar. Escuchó de nuevo: ¡chentinueve! “Soy yo” gritaba en vano, pues el ruido de la gente la opacaba. Entre empujones, patadas, codazos y uno que otro insulto logró llegar a la recepción. Ahí se dio cuenta que habían pasado al turno noventa y uno.

-Tiene que estar más atenta la próxima vez- le dijo la recepcionista-. Ahora va a tener que agarrar otro turno y esperar.
Gloria la miró con desprecio y estuvo tentada a irse. En la puerta recordó por qué estaba allí y de mala gana agarró otro turno y se sentó en la única silla que vio vacía. En el papel estaba marcado el número ciento noventa.

CAMBIOS

Era Lunes. El despertador sonó como todas las mañanas a las seis en punto. Leo se levantó y aún dormido empezó a caminar hasta el baño. Se tropezó con la pequeña alfombra que tenía a los pies de la cama, se frotó los ojos con la intención frustrada de despertarse y se dio un par de golpes contra la pared antes de encontrar la puerta. Cuando logró ubicar la canilla del agua fría se mojó la cara. Se sacó la camisa del pijama y se desperezó con los brazos extendidos. Fue en ese momento en que notó que algo no andaba bien.

Había algo extraño debajo de su axila derecha. Un pequeño bulto que sobresalía apenas unos milímetros. Lo palpó con su mano izquierda y en cuanto lo hizo sintió que el bulto se movía. Asustado, lo examinó. Sobre su superficie se alcanzaban a ver cinco masas minúsculas. Puso el brazo derecho sobre su cabeza para tener una mejor vista y con la otra mano empezó a tocarlo. Al primer contacto reaccionó. Hacía un movimiento lento de arriba hacia abajo. Nunca había visto algo como eso. Decidió no ir a trabajar y pidió una cita con un especialista.

Después de bañarse lo examinó de nuevo. Había crecido al menos siete centímetros en menos de media hora. Las cinco masas que salían de la más grande se veían un poco más delgadas y empezaban a articularse. Apresuró a vestirse y salió hacia su cita con el doctor.

El viaje en bus le resultó incómodo. No podía dejar su brazo derecho abajo porque la masa crecía cada vez más. Decidió agarrarse de la varilla y quedarse de pie aún cuando el bus estaba vacío. El abultamiento sobresalía de su costado y al saco que llevaba se le deformaban los rombos. Para el momento en que llegó al consultorio medía un poco más de veinte centímetros y le era imposible cerrar el brazo. Andaba apoyándolo sobre la gran masa que ahora se había puesto bastante dura.

En la sala de espera no pudo ni sentarse al lado de nadie, porque el bulto golpeaba o le hacía cosquillas a las personas que tenía cerca. Cada cierto tiempo lo palpaba y notaba que además de su rápido crecimiento empezaba también a tener cierta individualidad. Se movía como reconociendo el terreno y parecía que olisqueaba todo a su alrededor.

-Apareció esta mañana – le explicó al doctor -, es de lo más extraño.

El doctor comenzó a examinarlo. Reaccionaba cada vez que lo tocaba. Después de unos segundos fue a sentarse al escritorio.

-No tiene de que preocuparse- le dijo a Leo, mirándolo como si estuviera perdiendo el tiempo –es sólo un brazo.

-¿Un brazo?- preguntó Leo que tenía cara de no entender nada -¿Cómo que es sólo un brazo?

-A algunos les sale otro dedo, otra oreja, un ojo de más. Lo suyo fue un brazo. Un brazo completo. Con mano, dedos y uñas.
Le repito, no hay de qué alarmarse. Seguro se le cae en un par de días.

Para cuando salió del consultorio la mano nueva ya estaba totalmente construida y no dejaba de moverse. A Leo le resultaba muy difícil controlarla. A veces tenía que agarrarla con las otras dos manos para mantenerla quieta. Aún no la sentía suya. Incluso pensaba que podría ser de otra persona, ya que no se parecía en nada a las otras dos.

Pasó todo el día lidiando con su mano nueva. Le enseñó a agarrar el lápiz, a escribir, a hurgarse la nariz, a reconocer las otras partes del cuerpo, a llevarse la comida a la boca, a usar guante, a decir groserías, a señalar, a golpear, a acariciar, a rascar, a no comerse las uñas, a saludar y a decir adiós.

Al llegar la noche, estaba tan exhausto que se quedó dormido en el sillón de la sala. Estaba tan cansado que ni siquiera se puso el pijama con su mano nueva. Tan cansado que no se bañó los dientes con su tercer brazo. Tan cansado que no notó que en sus pies, en el brazo izquierdo, en su pecho, en su cabeza, en su sexo y en su espalda habían empezado a crecer unos pequeños bultos.

El martes el despertador sonó a las seis en punto. Leo se dio cuenta de que su brazo nuevo ya no estaba más. Se había caído y ahora descansaba en el suelo. Pegado a un cuerpo que no era el suyo.

EL PANDORFO

Caminando por el centro comercial, Amadeo vio una tienda nueva. Sintió curiosidad por entrar, no tanto por la yamidez de su fachada sino por los objetos que estaban exhibidos. Aunque había toda clase de cosas, Amadeo fijó su mirada es una sola: el pandorfo más increíble que jamás hubiera visto. No era porque sus pandorfinas fueran sensibles a la luz, ni porque al rufitarlo creara las imágenes florales más bellas; tampoco le llamó la atención que las pandorfinas fotosensibles crearan imágenes más yámidas, ni que su diseño permitiera una mayor sensibilidad al rufiteo. La razón por la que Amadeo compró el pandorfo más caro de la tienda no fue porque sabía que iba a despertar la envidia de sus amigos. Amadeo se adueñó del pandorfo, porque al igual que él, era totalmente blanco.

NANTE

Había construido su casa en medio del mar y cerca de una pequeña isla. Se alzaba unos cuatro metros y se sostenía apenas por una fina columna de madera de palma. Nunca nadie supo cómo estuvo en pie tanto tiempo. Nante, como se hacía llamar, había vivido solo en la casa por más de treinta años. Era anciano, usaba anteojos y siempre vestía de blanco. Era visto en la isla cuando iba hasta allá para recolectar cocos. Generalmente pasaba el tiempo en el botecito que usaba para navegar y pescar. No hablaba mucho. Nunca se le conoció un amigo y nunca nadie había visto su casa.

En esa semana nante empezó a ir más seguido a la isla. Se le veía recolectando trozos de madera de botes abandonados y persiguiendo a los monos para afeitarlos. Incluso llegó a pedirles herramientas prestadas a algunos de los habitantes de la isla. Todos estaban intrigados por saber qué se traía entre manos.

El lunes siguiente bajó en la mañana como era habitual. Pero esta vez no recolectó madera, ni bajó cocos, ni peló monos. Traía consigo una hoja de palma, que encontró al primer niño que encontró a orillas del mar. Tenía un mensaje dirigido al profesor de música de la escuela: un rastaman que se ufanaba de haber estudiado en Europa. En la carta le pedía que fuera a su casa al caer la noche, pero le sugería que lo hiciera sin ser visto.

En las primeras horas de la noche el profesor agarró un pequeño bote y se fue hasta la casa de Nante. Al cabo de unos minutos de remo se encontraba al frente de la débil columna. Se quedó observando todo por unos instantes, no porque estuviera interesado en la vieja construcción, sino porque no tenía ni idea de cómo subir hasta la puerta. Tardó un rato en escuchar la voz de Nante que le gritaba desde arriba: “agárrese profesor” y en seguida vio caer a su lado una soga perfectamente anudada, “agárrese que yo lo subo”. El profesor se agarró fuerte e intentó poner sus pies en el nudo final, sin mucho éxito, pues tenía las sandalias mojadas y se resbalaba cada vez que lo intentaba. De pronto empezó a sentir que ascendía y se sintió avergonzado pensando en la fuerza que el anciano estaba haciendo para subirlo.

En cuanto llegó a la puerta, Nante lo recibió con un saludo bastante formal e inexpresivo. El profesor se sentía incómodo y nervioso, pues el piso de madera, al igual que el resto de la casa, crujía estrepitosamente con cada paso que daba. La casa era sencilla, en realidad era una habitación bastante amplia. Tenía muy pocos elementos. “Lo justo para vivir”, pensó el profesor.
Había una mesa con una vela, un plato, un vaso y un par de cubiertos y una silla al costado de la puerta. La silla y la mesa, fabricadas por el mismo Nante, tenían incrustadas en las patas algunas caracolas de colores brillantes. Se veían bastante frágiles pero aguantaban el peso de Nante que ya se había sentado y apoyaba su brazo sobre la mesa mientras el profesor continuaba cerca de la puerta.

-Adelante- dijo Nante al profesor que tenía miedo de seguir avanzando –, es segura, la hice yo mismo.
“Esa es precisamente la razón por la que no me muevo” pensó Nante mientras avanzaba en puntas de pie, despacio y observando todo a su alrededor.

En una de las esquinas, al lado de una pequeña ventana, había una litera pequeña. Estaba formada por cuatro ramas y una tela de colores y parecía que en cualquier momento se vendría abajo. En la esquina opuesta había una estufa doméstica portátil y un baúl. Sobre la estufa, bastante vieja, se calentaba una olla tapada que expedía un olor delicioso. El baúl era lo único en la casa que estaba intacto, se apoyaba sobre una pequeña alfombra y estaba como recién salido de una tienda de muebles y accesorios para el hogar.

Pero lo que más llamó la atención del profesor fue el piano que ocupaba gran parte de la habitación. Estaba perfectamente hecho con pedazos de madera de diferentes colores y se veía nuevo y brillante. Estaba tan interesado en el instrumento que olvidó la fragilidad de la casa y avanzó con paso decidido hasta él.

-Necesito que lo afine- dijo Nante tras la mirada curiosa del profesor -. Pero no quiero preguntas.

Sin decir nada el profesor se sentó frente al piano. Empezó a tocarlo y descubrió que tenía un sonido diferente. No sonaba igual a otros pianos que hubiera tocado. Era cautivante, estuvo tocando algunas melodías sin importar que estaba desafinado. Ni siquiera se dio cuenta que Nante sacaba de la olla una langosta que se veía exquisita y empezaba a comerla sin ofrecerle ni un poco.

Después de tocar por varios minutos y cuando Nante hubo terminado su cena, el profesor abrió la caja del piano. Aunque las uniones entre las maderas eran toscas, estaba maravillado por la perfección del instrumento. Se dirigió a las cuerdas y empezó a afinarlas. Notó que no estaban hechas de acero ni tenían hilos de cobre. Por el contrario se sentían suaves al tacto y picaban al roce con la piel. El profesor se acercó y descubrió que estaban echas con pelo. Pelo negro, marrón y gris. Pelo de mono.

Empezó a templar una a una las cuerdas. Temía que al hacer mucha fuerza se rompieran. Tardó un par de horas antes de estar seguro de que los tonos eran correctos. Cuando hubo terminado carraspeó para llamar la atención de Nante que se había quedado dormido encima de la mesa. Este se levantó y sin decir nada fue directamente al piano y lo probó. Tocó una a una las ochenta y ocho teclas, asegurándose que fueran las notas indicadas. Satisfecho se levantó, se dirigió al baúl y sacó un viejo libro de tapas roídas.

-Por sus servicios- le dijo mientras se lo entregaba al profesor.

- No es necesario- le respondió haciendo un gesto de sorpresa.

-Insisto- replicó Nante y se lo guardó en la mochila.

El profesor no abrió el libro hasta que llegó a su casa. Esa noche se escuchó en la isla el sonido de un piano que interpretó las más hermosas melodías hasta el amanecer. A Nante no se le volvió a ver. Y el profesor guardó en secreto el libro que contaba la historia de aquel viejo y su casa en el aire.

MONÓCULO

Pestañea y se le salen los ojos. El tercero queda sin esfera y anuncia la arremetida. Medusa, ansiosa de venganza, aguza su mirada crítica. La pupila de su ojo de vidrio lagrimea un guiño, rojo por la falta de parches. El ojo de horus pierde humedad y sus anteojos parpadean. El Cíclope miope los observa y una aguja ciega perfora su atención.

CUARTO DE JUEGOS

La habitación guardó por siglos la sonrisa espontánea de los niños que alguna vez la habitaron. Era pequeña, apenas se podía avanzar por el lugar inundado de cachivaches. Sin embargo se sentía enorme. Para recorrerla con la mirada se podía tardar horas. Cada uno de los objetos que se encontraban allí contaban su propia historia y uno no podía resistirse a escucharlos.
El lugar, en el que alguna vez hubo una cama, una mesa de noche y un pequeño escritorio, estaba ahora ocupado por grandes repisas de madera. Estaban ubicadas sobre las paredes azuladas y expedían un olor a pino tan agradable que no era necesario abrir las ventanas para sentir el aroma del jardín que rodeaba la casa.
Sobre los estantes se apilaban los objetos más valiosos. Muñecas de las niñas, de sus madres y de sus abuelas que expedían un rico olor a té y galletas. Observaban con una sonrisa pícara a los intrusos que entraban a husmear esperando su turno para el juego. Autos de juguete que hablaban de viajes a países imaginarios. Que olían a tierra, a alfombra, a regaño de madres, a abuelos consentidores, a arena y césped y que alistaban motores en cuanto veían un posible conductor. Animales salvajes que ocultaban su peluche gastado y sus hilos descocidos, que esperaban entre sombras que alguien les remendara sus corazones rotos.
Distribuidos en el piso, sobre la alfombra impecable, reposaba una serie de juegos. Mostraban orgullosos el paso del tiempo, sus colores gastados y sus múltiples fracturas. Yo-yos de todos los tamaños, texturas y materiales, con sus cuerdas sucias por el uso y el abuso de aquellos que los usaban con sus manitos sucias de helado y caramelos. Trompos gigantes y diminutos, con las puntas desgastadas y con cierto olor a pólvora. Un par de baleros con extrañas figuras pintadas, en los que se sentía el sabor de la victoria. Frascos con mares de canicas que se exhibían brillantes y gloriosas. Y tres cometas que exhalaban el aliento de los pájaros y que habían robado en sus colas el espíritu de las anclas.
En una de las esquinas habitaba un caleidoscopio sucio y gastado de tanto uso. Se ofrecía a mostrar las coloridas imágenes del país de las maravillas, del que guardaba aún las fotografías. En la esquina opuesta, se encontraba el cubo de Rubik. Casi nuevo pero empolvado y olvidado entre tanta diversión.

AL DÍA SIGUIENTE

No puedo seguir soportando esto no me deja en paz un segundo las galletas no las escondí seguro se come una o unas cuantas soy un estúpido cómo fui a olvidar esconderlas podría guardarlas rápidamente en el cajón debí esconderlas siempre lo olvido y no he terminado el reporte qué le voy a decir no tengo excusas debo inventar una siga hablándole Gutiérrez eso me da tiempo el cajón está lleno tendré que aguantarme que se coma mis galletas otra vez y el informe que le voy a decir si no hubiera sido por Diana lo hubiera terminado anoche pero quién se iba a resistir nunca me lo hubiera perdonado dónde dejé el regalo no recuerdo haberlo llevado a casa lo habré dejado en la suya se va a enojar pero bueno estaba borracho sabrá entender tengo sed dónde dejé el agua el informe no se que inventarme seguro que esta no me la pasa voy a hacer que trabajo qué le habrá dicho a Gutiérrez se veía mal serán malas noticias tiene cara de malas noticias qué digo qué me invento qué excusa le doy qué puedo decir me puedo hacer el enfermo pero esa no me la cree desde la última vez no me despida jefe no me despida no me despida no me despida no me despida…

UNA DE TANTAS

-¿Por qué no puedes cerrar los cajones?- le preguntó Jorge enfadado –.No puedo estar todo el tiempo cerrándolos detrás de ti.
-Pues déjalos abiertos- le respondió despreocupada mientras se dirigía a la cocina.
Lo único que le molestaba a Jorge de Ana era su racional despreocupación por cerrar cualquier cosa: los cajones, las cajas, los frascos, todo, todo lo que tuviese tapas o puertas.
-Siempre he sido así y lo sabes- decía Ana mientras sacaba una galleta del frasco y lo dejaba abierto-. Si tanto te molesta no te preocupes en cerrarlos.
-Te queda fácil decirlo- dijo Jorge, que bruscamente agarró el tarro de las galletas y lo cerró- pero sabes que no lo soporto.
-Y tú ¿Por qué te molestas en cerrar las cosas si sabes que las voy a volver a abrir?
Jorge decidió callar y cerró los cajones de la alacena, despacio, sin que Ana lo notara.

DECLARCIONES

El invitado
Nico estaba cumpliendo años. Sus padres le hicieron una fiesta, como siempre. Le hacen fiesta por todo, ¿sabe usted? Porque si y porque no. Ésta, en particular, estaba aburridísima. Los niños correteaban jugando por la sala del apartamento. Ya habían roto la piñata y se inventaban cualquier cosa para seguir jugando. Los adultos se apilaban en un rincón e intentaban mantener una acalorada discusión sobre asuntos molestos. Yo observaba toda la situación desde mi silla, al fondo de la sala.
En el momento en que le iban a cantar el feliz cumpleaños Ana lo alzo en sus brazos. Cuando empezaron a aplaudir y a felicitarlo, se escuchó que alguien decía: “¿Dónde está el cumpleañero?” Nico volteó la mirada y se asustó. Emitió un grito desgarrador y empezó a llorar. No era para tanto, ¿sabe usted? Siempre he dicho que ese niñito es un malcriado.

La madre
Era el cumpleaños de mi hijo Nico. Cumplía cinco. Se crecen muy rápido, ¿no es verdad? Raúl y yo queríamos hacerle una fiesta como todos los años. Una fiesta como Dios manda. Invitamos a sus amiguitos del jardín y a los familiares más cercanos.
Mientras los niños jugaban Raúl y yo preparábamos todas las actividades y atendíamos a los invitados. Después de romper la piñata y cuando ya todos entraban en calor, decidí que era hora de cantar el feliz cumpleaños. Saqué el pastel de la cocina y lo puse encima de la mesa. Llamé a Nico emocionada. Estaba a punto de darle su sorpresa. Lo alcé en mis brazos y me ubiqué en frente de la mesa, para que todos nos vieran.
Empecé a cantar y todos me siguieron. Estaba segura de que Nico se sorprendería gratamente. Lo haría al terminarse la canción. Estábamos aplaudiendo cuando escuché que alguien gritaba: “¿Dónde está el cumpleañero?” Me sobresalté. Tal vez porque Nico pegó un brinco fuertísimo o porque la voz era tan chillona que me penetró como una cuchillada en el oído.
Nico volteó la mirada y al descubrir quién lo miraba lanzó un grito de terror y empezó a llorar. No tuve más remedio que alejarme lo más posible de ahí. La sorpresa, definitivamente, no había salido como esperaba.

La víctima
Estaba cumpliendo cinco años. Mis papis me organizaron una fiesta con mis amiguitos del jardín. Estaba pasándola muy bien. Jugamos a las escondidillas, a la lleva, a la pelota, hicimos carreras con costales, usamos todos mis juguetes, incluso los nuevos, rompimos la piñata y mi mami nos enseñó a hacer títeres con bolsas de papel y un montón de cosas más.
En un momento mi mami me llamó. Me dijo que era hora de cantarme el feliz cumpleaños. Me alzó y nos fuimos cerca del pastel. Después de cantar empezaron a felicitarme. De pronto escuché un ruido que me dejó sordo. Es el ruido más tenebroso que haya escuchado en mi vida. Venía de la espalda de mi mami y gritaba: “¿Dónde está el cumpleañero?” Me di vuelta para saber quién o qué había venido por mí. Busqué por encima del hombro y me encontré con una cara espantosa. Estaba toda pintada, tenía una sonrisa tenebrosa y no dejaba de mirarme.
No tuve más opción que gritar por ayuda.

El acusado
Carlos Casas … 32 años … Soltero … 72.115.228 de Bogotá … Payaso, me dicen Chispita …
No se qué salió mal. La señora Ana llamó en esos días a la oficina. Buscaba un payaso que le animara la fiesta a su hijo. Me dijo que cuando acabaran de cantar saliera e hiciera mi show. Llegué antes de lo pactado para alcanzar a cambiarme y a pintarme la cara. Estaba esperando en la cocina. Cuando ella entró por el pastel me preparé. Esperé atento al momento en que se acababa la canción. Apenas sucedió salí. Me preparé y con mi mejor voz de payaso dije: “¿Dónde está el cumpleañero?” Fue una entrada gloriosa, fui corriendo a buscar a Nico que estaba en brazos de la señora Ana. Me acerqué y el niño me miró con espanto e inmediatamente empezó a llorar y a gritar como loco.
No hice nada extraño. He animado fiestas por años y nunca me había pasado. No entiendo por qué se asustó. Lo tenía todo: la voz chillona, la cara pintarrajeada, la sonrisa exagerada, la actitud de felicidad extrema y el trajecito colorido. ¿Me puede decir usted qué hice mal?

domingo, 11 de julio de 2010

A MODO DE PRESENTACIÓN



Que mi hermana me haya dado el nombre aún sin saber que iba a ser varón, no es gratuito. Estoy convencido que nos queríamos antes de adoptar formas humanas. Entonces, decidimos nacer en la misma familia. Mis padres creen que todo pasa por alguna razón. Fui criado bajo la frase: lo que es para uno, es para uno.


No me gustan los extremos. Por eso, decidí nacer justo a mediados de los ochenta. Mi día favorito de la semana es el sábado. Por eso, escogí ese día para venir al mundo. Me gusta creer que hay una conexión mística entre aquellos que nacen en una misma fecha. Por eso, elegí el diecinueve de enero; confío en que algo de las almas de Cézanne, Joplin y Poe habita en mí.

Soy artista de profesión y por convicción. Escapo de mi propio mundo a través de las imágenes. Hablo poco. Soy músico frustrado. Dejé la música cuando comprendí que no había nacido para hacerla. Sin embargo, me cuesta vivir si no la escucho. Me ruborizo con facilidad. Me gusta escribir, porque así, logro decir lo que mi boca no puede. Soy experto en hacerme el invisible.

Soy azul soy frío soy sol soy aire soy orden soy estricto soy niño soy juego soy reserva soy consejo soy envidia soy amargura soy oculto soy tranquilidad soy día soy luz soy energía soy pop jazz y rock soy desequilibrio soy torpeza soy olvido soy soledad soy coleccionista soy pigmento soy silencio soy quien soy.