jueves, 15 de julio de 2010

DE VECINOS

Oscar siente que el único departamento habitado es el suyo. Llega en la tarde y camina por el vestíbulo que rechaza la luz de la calle. El único sonido que se escucha es el de sus zapatos sobre la baldosa recién encerada. Pega un pequeño salto para evitar caer en la zanja de lo que alguna vez fue una revisión de gas. La paredes absorben los sonidos y los guardan tan celosamente que nada se les escapa. Los techos muestran señales de que alguna vez fueron habitados por bichos y fumadores compulsivos.

Los escalones son gigantescos y los sube con dificultad. La forma de caracol lo marea. Sube siempre agarrado de la pared. Su miedo a las alturas le hace pensar mil formas diferentes de la manera en que bajaría de nuevo en caída libre. Su piso vuelve a tener luz después de varias semanas. Preferiría que no fuera así, la bombilla deja ver la oscuridad asfixiante del corredor. Si alguna vez se encontrara con algún vecino no cabrían los dos.

Abre la ventana de su habitación y le hecha un vistazo a los otros departamentos. Todos con las persianas y las ventanas cerradas. Se oye a lo lejos el ruido de la ciudad. Se queda escuchándolo por unos minutos para no olvidar que sigue vivo. En las noches reina una calma de pueblo fantasma.

En las mañanas, la vecina de en frente le pide a gritos a Nahuel que se bañe, que se vista, que aliste su maleta, que termine su tarea, que se coma rápido el desayuno, que se porte bien en clase, que no sea malcriado, que todo es culpa de su padre, que la abuela no la entiende, que no sea estúpido, que no lo soporta más. Nahuel no dice nada pero se escucha sollozar en el baño. Seguramente nunca dirá nada. Prefiere callar antes de decir algo que pueda traer consecuencias devastadoras. El anciano del segundo piso le sube el volumen al televisor porque su esposa escucha el radio a todo lo que da en la cocina. No se dicen nada, pero luchan por conseguir los mejores decibeles. Los chicos de la planta baja juegan un partido en el patio, pasámela, grita uno, no seas pelotudo, grita el otro, lanzá, jugás como mina, no te la dejés sacar, fue tu culpa, gol. Y al golpe de la pelota contra el edificio lo acompaña un grito de no rompan nada que se escucha fuerte y claro. El golpeteo quiere tumbar el edificio y el grito ya ha roto un par de ventanas. La mujer del tercer o cuarto piso inicia su concierto matutino de ducha en do mayor. Ese sonido por desafinado que resulte, es de los más agradables.

Oscar escucha atento. No tiene más remedio. Su departamento se inunda de olores a sales de baño, a shampoo de miel y jojoba, a nostalgia, a huevos revueltos, a chocolate caliente, a desilusión, a pelo quemado, a tierra húmeda, a pasión, a detergente y a piso encerado que le resultan ajenos.

Para cuando abre la puerta ya no gritan a Nahuel, ya no se escucha el televisor ni hablan fuerte en la radio, ya no juegan fútbol y ya nadie canta. Camina por el corredor buscando señales de vida. Cruza a saltos el vestíbulo y abre la puerta. La luz del sol le hace cerrar los ojos. Después de unos segundos regresa su vista y se encuentra con la fría soledad del edificio que invade la calle.

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