Mi cama, como la tierra, permanece húmeda y fría. Mi almohada aún conserva el olor de las hojas secas. Las gotitas de rocío me golpean suavemente, en un intento fracasado por despertarme. Los árboles son gigantes que zumban canciones al ritmo del viento. Las hormigas y los caracoles me caminan y susurran cosas que no logro entender. El agua helada empuja las piedras de la orilla que permanecen estáticas. La brisa me cobija y trae consigo los cantos matutinos de las aves.
Abro lentamente los ojos. La luz golpea en mi cara y entre nubes veo a mi abuelo. Camina erguido entre las piedras y se acerca a la orilla. Los peces lo miran como retándolo, nadan entre los juncos, se esconden, saltan y lo salpican. Veo a su sombra ejecutar movimientos impecables. La caña lo sigue obediente. Después de unos minutos saca uno, dos, cinco, veinte, cien peces. Se revuelcan en la tierra entristecidos por la derrota.
La tierra se deshace bajo mi cuerpo, las hojas vuelan con el viento, tan solo quedan unas gotitas de agua en mí, los árboles se derriten en el cielo, los bichos se ocultan y la brisa cesa de golpe.
Mi abuelo sigue ahí. Inamovible. Tan concreto como su memoria.
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