jueves, 15 de julio de 2010

CUARTO DE JUEGOS

La habitación guardó por siglos la sonrisa espontánea de los niños que alguna vez la habitaron. Era pequeña, apenas se podía avanzar por el lugar inundado de cachivaches. Sin embargo se sentía enorme. Para recorrerla con la mirada se podía tardar horas. Cada uno de los objetos que se encontraban allí contaban su propia historia y uno no podía resistirse a escucharlos.
El lugar, en el que alguna vez hubo una cama, una mesa de noche y un pequeño escritorio, estaba ahora ocupado por grandes repisas de madera. Estaban ubicadas sobre las paredes azuladas y expedían un olor a pino tan agradable que no era necesario abrir las ventanas para sentir el aroma del jardín que rodeaba la casa.
Sobre los estantes se apilaban los objetos más valiosos. Muñecas de las niñas, de sus madres y de sus abuelas que expedían un rico olor a té y galletas. Observaban con una sonrisa pícara a los intrusos que entraban a husmear esperando su turno para el juego. Autos de juguete que hablaban de viajes a países imaginarios. Que olían a tierra, a alfombra, a regaño de madres, a abuelos consentidores, a arena y césped y que alistaban motores en cuanto veían un posible conductor. Animales salvajes que ocultaban su peluche gastado y sus hilos descocidos, que esperaban entre sombras que alguien les remendara sus corazones rotos.
Distribuidos en el piso, sobre la alfombra impecable, reposaba una serie de juegos. Mostraban orgullosos el paso del tiempo, sus colores gastados y sus múltiples fracturas. Yo-yos de todos los tamaños, texturas y materiales, con sus cuerdas sucias por el uso y el abuso de aquellos que los usaban con sus manitos sucias de helado y caramelos. Trompos gigantes y diminutos, con las puntas desgastadas y con cierto olor a pólvora. Un par de baleros con extrañas figuras pintadas, en los que se sentía el sabor de la victoria. Frascos con mares de canicas que se exhibían brillantes y gloriosas. Y tres cometas que exhalaban el aliento de los pájaros y que habían robado en sus colas el espíritu de las anclas.
En una de las esquinas habitaba un caleidoscopio sucio y gastado de tanto uso. Se ofrecía a mostrar las coloridas imágenes del país de las maravillas, del que guardaba aún las fotografías. En la esquina opuesta, se encontraba el cubo de Rubik. Casi nuevo pero empolvado y olvidado entre tanta diversión.

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