jueves, 15 de julio de 2010

CAMBIOS

Era Lunes. El despertador sonó como todas las mañanas a las seis en punto. Leo se levantó y aún dormido empezó a caminar hasta el baño. Se tropezó con la pequeña alfombra que tenía a los pies de la cama, se frotó los ojos con la intención frustrada de despertarse y se dio un par de golpes contra la pared antes de encontrar la puerta. Cuando logró ubicar la canilla del agua fría se mojó la cara. Se sacó la camisa del pijama y se desperezó con los brazos extendidos. Fue en ese momento en que notó que algo no andaba bien.

Había algo extraño debajo de su axila derecha. Un pequeño bulto que sobresalía apenas unos milímetros. Lo palpó con su mano izquierda y en cuanto lo hizo sintió que el bulto se movía. Asustado, lo examinó. Sobre su superficie se alcanzaban a ver cinco masas minúsculas. Puso el brazo derecho sobre su cabeza para tener una mejor vista y con la otra mano empezó a tocarlo. Al primer contacto reaccionó. Hacía un movimiento lento de arriba hacia abajo. Nunca había visto algo como eso. Decidió no ir a trabajar y pidió una cita con un especialista.

Después de bañarse lo examinó de nuevo. Había crecido al menos siete centímetros en menos de media hora. Las cinco masas que salían de la más grande se veían un poco más delgadas y empezaban a articularse. Apresuró a vestirse y salió hacia su cita con el doctor.

El viaje en bus le resultó incómodo. No podía dejar su brazo derecho abajo porque la masa crecía cada vez más. Decidió agarrarse de la varilla y quedarse de pie aún cuando el bus estaba vacío. El abultamiento sobresalía de su costado y al saco que llevaba se le deformaban los rombos. Para el momento en que llegó al consultorio medía un poco más de veinte centímetros y le era imposible cerrar el brazo. Andaba apoyándolo sobre la gran masa que ahora se había puesto bastante dura.

En la sala de espera no pudo ni sentarse al lado de nadie, porque el bulto golpeaba o le hacía cosquillas a las personas que tenía cerca. Cada cierto tiempo lo palpaba y notaba que además de su rápido crecimiento empezaba también a tener cierta individualidad. Se movía como reconociendo el terreno y parecía que olisqueaba todo a su alrededor.

-Apareció esta mañana – le explicó al doctor -, es de lo más extraño.

El doctor comenzó a examinarlo. Reaccionaba cada vez que lo tocaba. Después de unos segundos fue a sentarse al escritorio.

-No tiene de que preocuparse- le dijo a Leo, mirándolo como si estuviera perdiendo el tiempo –es sólo un brazo.

-¿Un brazo?- preguntó Leo que tenía cara de no entender nada -¿Cómo que es sólo un brazo?

-A algunos les sale otro dedo, otra oreja, un ojo de más. Lo suyo fue un brazo. Un brazo completo. Con mano, dedos y uñas.
Le repito, no hay de qué alarmarse. Seguro se le cae en un par de días.

Para cuando salió del consultorio la mano nueva ya estaba totalmente construida y no dejaba de moverse. A Leo le resultaba muy difícil controlarla. A veces tenía que agarrarla con las otras dos manos para mantenerla quieta. Aún no la sentía suya. Incluso pensaba que podría ser de otra persona, ya que no se parecía en nada a las otras dos.

Pasó todo el día lidiando con su mano nueva. Le enseñó a agarrar el lápiz, a escribir, a hurgarse la nariz, a reconocer las otras partes del cuerpo, a llevarse la comida a la boca, a usar guante, a decir groserías, a señalar, a golpear, a acariciar, a rascar, a no comerse las uñas, a saludar y a decir adiós.

Al llegar la noche, estaba tan exhausto que se quedó dormido en el sillón de la sala. Estaba tan cansado que ni siquiera se puso el pijama con su mano nueva. Tan cansado que no se bañó los dientes con su tercer brazo. Tan cansado que no notó que en sus pies, en el brazo izquierdo, en su pecho, en su cabeza, en su sexo y en su espalda habían empezado a crecer unos pequeños bultos.

El martes el despertador sonó a las seis en punto. Leo se dio cuenta de que su brazo nuevo ya no estaba más. Se había caído y ahora descansaba en el suelo. Pegado a un cuerpo que no era el suyo.

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