jueves, 15 de julio de 2010

NANTE

Había construido su casa en medio del mar y cerca de una pequeña isla. Se alzaba unos cuatro metros y se sostenía apenas por una fina columna de madera de palma. Nunca nadie supo cómo estuvo en pie tanto tiempo. Nante, como se hacía llamar, había vivido solo en la casa por más de treinta años. Era anciano, usaba anteojos y siempre vestía de blanco. Era visto en la isla cuando iba hasta allá para recolectar cocos. Generalmente pasaba el tiempo en el botecito que usaba para navegar y pescar. No hablaba mucho. Nunca se le conoció un amigo y nunca nadie había visto su casa.

En esa semana nante empezó a ir más seguido a la isla. Se le veía recolectando trozos de madera de botes abandonados y persiguiendo a los monos para afeitarlos. Incluso llegó a pedirles herramientas prestadas a algunos de los habitantes de la isla. Todos estaban intrigados por saber qué se traía entre manos.

El lunes siguiente bajó en la mañana como era habitual. Pero esta vez no recolectó madera, ni bajó cocos, ni peló monos. Traía consigo una hoja de palma, que encontró al primer niño que encontró a orillas del mar. Tenía un mensaje dirigido al profesor de música de la escuela: un rastaman que se ufanaba de haber estudiado en Europa. En la carta le pedía que fuera a su casa al caer la noche, pero le sugería que lo hiciera sin ser visto.

En las primeras horas de la noche el profesor agarró un pequeño bote y se fue hasta la casa de Nante. Al cabo de unos minutos de remo se encontraba al frente de la débil columna. Se quedó observando todo por unos instantes, no porque estuviera interesado en la vieja construcción, sino porque no tenía ni idea de cómo subir hasta la puerta. Tardó un rato en escuchar la voz de Nante que le gritaba desde arriba: “agárrese profesor” y en seguida vio caer a su lado una soga perfectamente anudada, “agárrese que yo lo subo”. El profesor se agarró fuerte e intentó poner sus pies en el nudo final, sin mucho éxito, pues tenía las sandalias mojadas y se resbalaba cada vez que lo intentaba. De pronto empezó a sentir que ascendía y se sintió avergonzado pensando en la fuerza que el anciano estaba haciendo para subirlo.

En cuanto llegó a la puerta, Nante lo recibió con un saludo bastante formal e inexpresivo. El profesor se sentía incómodo y nervioso, pues el piso de madera, al igual que el resto de la casa, crujía estrepitosamente con cada paso que daba. La casa era sencilla, en realidad era una habitación bastante amplia. Tenía muy pocos elementos. “Lo justo para vivir”, pensó el profesor.
Había una mesa con una vela, un plato, un vaso y un par de cubiertos y una silla al costado de la puerta. La silla y la mesa, fabricadas por el mismo Nante, tenían incrustadas en las patas algunas caracolas de colores brillantes. Se veían bastante frágiles pero aguantaban el peso de Nante que ya se había sentado y apoyaba su brazo sobre la mesa mientras el profesor continuaba cerca de la puerta.

-Adelante- dijo Nante al profesor que tenía miedo de seguir avanzando –, es segura, la hice yo mismo.
“Esa es precisamente la razón por la que no me muevo” pensó Nante mientras avanzaba en puntas de pie, despacio y observando todo a su alrededor.

En una de las esquinas, al lado de una pequeña ventana, había una litera pequeña. Estaba formada por cuatro ramas y una tela de colores y parecía que en cualquier momento se vendría abajo. En la esquina opuesta había una estufa doméstica portátil y un baúl. Sobre la estufa, bastante vieja, se calentaba una olla tapada que expedía un olor delicioso. El baúl era lo único en la casa que estaba intacto, se apoyaba sobre una pequeña alfombra y estaba como recién salido de una tienda de muebles y accesorios para el hogar.

Pero lo que más llamó la atención del profesor fue el piano que ocupaba gran parte de la habitación. Estaba perfectamente hecho con pedazos de madera de diferentes colores y se veía nuevo y brillante. Estaba tan interesado en el instrumento que olvidó la fragilidad de la casa y avanzó con paso decidido hasta él.

-Necesito que lo afine- dijo Nante tras la mirada curiosa del profesor -. Pero no quiero preguntas.

Sin decir nada el profesor se sentó frente al piano. Empezó a tocarlo y descubrió que tenía un sonido diferente. No sonaba igual a otros pianos que hubiera tocado. Era cautivante, estuvo tocando algunas melodías sin importar que estaba desafinado. Ni siquiera se dio cuenta que Nante sacaba de la olla una langosta que se veía exquisita y empezaba a comerla sin ofrecerle ni un poco.

Después de tocar por varios minutos y cuando Nante hubo terminado su cena, el profesor abrió la caja del piano. Aunque las uniones entre las maderas eran toscas, estaba maravillado por la perfección del instrumento. Se dirigió a las cuerdas y empezó a afinarlas. Notó que no estaban hechas de acero ni tenían hilos de cobre. Por el contrario se sentían suaves al tacto y picaban al roce con la piel. El profesor se acercó y descubrió que estaban echas con pelo. Pelo negro, marrón y gris. Pelo de mono.

Empezó a templar una a una las cuerdas. Temía que al hacer mucha fuerza se rompieran. Tardó un par de horas antes de estar seguro de que los tonos eran correctos. Cuando hubo terminado carraspeó para llamar la atención de Nante que se había quedado dormido encima de la mesa. Este se levantó y sin decir nada fue directamente al piano y lo probó. Tocó una a una las ochenta y ocho teclas, asegurándose que fueran las notas indicadas. Satisfecho se levantó, se dirigió al baúl y sacó un viejo libro de tapas roídas.

-Por sus servicios- le dijo mientras se lo entregaba al profesor.

- No es necesario- le respondió haciendo un gesto de sorpresa.

-Insisto- replicó Nante y se lo guardó en la mochila.

El profesor no abrió el libro hasta que llegó a su casa. Esa noche se escuchó en la isla el sonido de un piano que interpretó las más hermosas melodías hasta el amanecer. A Nante no se le volvió a ver. Y el profesor guardó en secreto el libro que contaba la historia de aquel viejo y su casa en el aire.

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