Todos los domingos Raúl se levantaba tarde. Abría las cortinas y disfrutaba de la vista y de la satisfacción de haber cumplido su sueño de una casa en la playa. Se dedicaba a no pensar. A olvidar la ciudad, el asfalto, el humo negro, el regaño del jefe, las radiaciones del computador, el sonido de las quince impresoras y de los veintitrés teléfonos y del taconeo y de las sirenas. Y todo lo olvidaba recostado en el sillón y disfrutando de la presencia de Ana.
Ana dedicaba sus domingos a cocinar. No había nada en el mundo que le gustara hacer más. Panqueques de desayuno, Sancocho de pescado para el almuerzo, una ensalada con frutas para la cena y postres para todo el día. Y cuando se cansaba, se recostaba en el sofá y se deleitaba con el olor que impregnaba toda la casa. Se acercaba hasta la ventana y desde allí veía a Damián que jugaba en la playa.
A Damián le gustaba quitarse las sandalias y sentir la arena entre los dedos de sus pies y saltar sobre el agua que se posaba en la orilla. Corría de un lugar a otro y de vez en cuando se detenía a observar la inmensidad del mar. Amaba el mar. Y amaba elevar su cometa los domingos.
Era una cometa pequeñita. La más pequeña de la playa. Estaba hecha de dos palitos de madera que formaban una cruz y un pequeño pedazo de tela roja y traslúcida. Tenía una cola de todos los colores que le doblaba el tamaño. Era pequeña, pero cuando volaba lo hacía mejor que cualquiera. Con esfuerzo se metía entre las más grandes y se abría paso hasta llegar a lo más alto, a donde ninguna otra llegaba. Desde allí se enfrentaba al viento y se hacía la grande y miraba hacia abajo y se reía de Ore, porque ella sí podía volar.
Ore ladraba y perseguía gaviotas. Excavaba entre la arena y ocultaba caracolas y le gruñía a los cangrejos y salía corriendo cuando le pellizcaban la cola. Le gustaban los atardeceres y acostarse en la arena a contemplarlos. A veces se quedaba dormido y soñaba sueños perrunos. Soñaba con sus jóvenes días de vagabundeo y con el hambre y con el rechazo. Pero sobre todo soñaba con el día en que se lo llevaron a vivir en la casa de la playa.
Y la casa todavía conservaba el olor a sauce, a arándano y a pluma de gorrión. Mantenía la temperatura perfecta entre sus maderas. A veces se podía oír como crujía al ritmo del viento e imitaba el vaivén de los árboles. Los domingos era cómplice de Raúl y contaba a gritos los secretos de Ana y consentía a Damián hasta dejarlo dormido en su cama y cuidaba de que la cometa permaneciera intacta hasta el próximo domingo y se colaba en los sueños de Ore y hacía que fueran los más placenteros. Y con eso le bastaba para vivir sola el resto de la semana.
Recorrí todo desde esta cámara, qué linda vista, qué lindas vistas para esa casa que lo ve todo.
ResponderEliminarMuy domingo, Andy!
Saludos,
¡Gracias Nela! Un beso.
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