miércoles, 11 de agosto de 2010

EMIGRANTES

Irían hasta el pequeño camión y pondrían los muebles en el asiento de atrás. Se marcharían esa misma noche. Si todo salía como esperaban estarían viajando al norte. Se establecerían en una ciudad pequeña, ruidosa y contaminada.

Efraín trabajaría en un taller, Laura lo haría como niñera, como mesera o como empleada del servicio. Se olvidarían de todo. De la casa en el centro, de las escondidillas en la selva, de los viajes al río los fines de semana, de la incertidumbre, de la finca y de los cultivos, de las cenas con yuca y plátano, de sus identidades falsas, de las ferias del pueblo, de las reuniones con amigos y de su familia.

Les darían el dinero de la casa a la mañana siguiente. Eso sería lo único que tendrían para rehacer sus vidas. Eso y las promesas de apoyo de aquellos que no habían hecho nada para protegerlos. Se irían a la deriva, a buscar en dónde dormir. A encontrar un lugar que pudieran volver a sentir suyo, aunque sabían que eso era imposible.

La deuda la dejarían paga. Acabarían las amenazas. Sabrían que por lo menos los dejarían tranquilos.

Si los muebles los hubieran puesto en el auto. Si hubieran salido de su casa diez minutos, un minuto más temprano. Si hubieran sabido que venían a buscarlos se habrían ido antes. Estarían por lo menos seguros, lejos de lo que alguna vez fueron. Hubieran pasado desapercibidos. Hubieran logrado huir.

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