miércoles, 26 de enero de 2011

UN INSTANTE


El reloj no deja de sonar y el segundero empieza a hacer un ruido insoportable. Uno no puede dejar de mirarlo. Un segundo, quince segundos, un minuto y quedan tres para que llegue. Revisa el teléfono por si se le escapó algún mensaje. Se ubica frente al espejo. Tenemos que hablar. Y el espejo no oculta esa mirada nerviosa. No quiero que lo tomes a mal. Y cuando es la hora, un minuto parecen cinco, quince. Y uno corrige su peinado y se acomoda la camisa. No quiere parecer vestido para la ocasión. Aunque lo está.
Suena el timbre. Uno agarra las llaves y espera el tiempo que tardaría de la habitación a la cocina. Y entonces contesta. Hola, ya bajo. Y mientras camina por el corredor repasa el saludo: un abrazo corto y un beso en la mejilla. ¿Cómo estás? Llegas temprano. Y se llena de valor y entra al ascensor. El camino de bajada se hace larguísimo. Uno repasa otra vez el aviso de revisión. Se cerciora de que la firma de agosto siga ausente. Recuerda por qué lo quiere hacer. Esta vez no se mira al espejo. No quiere ver su mirada que lo delata. Revive las peleas en la madrugada y los celos furiosos. Juega con las llaves e intenta que el sonido del metal lo distraiga.
La ve parada en la puerta y entonces todo se le olvida. El abrazo se prolonga y el valor se escapa con el papel del reparto a domicilio. Un te extrañaba lo cambia todo. Y entonces uno ya no quiere darse un tiempo. Dibuja una sonrisa en su pelo, en su aroma, en su piel. Un te amo lo vuelve indefenso. ¿De qué me querías hablar? Y la cabeza corre a comprarse una excusa.

martes, 4 de enero de 2011

EL JARDÍN



El jardín era mi lugar favorito. Mi abuelo le había plantado unas rosas a mi abuela. Crecían tan alto que se asomaban por la pared que dividía las casas. Era un espacio que no pasaba de los tres metros cuadrados. Un universo listo para ser explorado. Me acostaba en la tierra, al lado de las piedras que lo enmarcaban en el patio. Llevaba siempre mi copia y mi cropino y pasaba la tarde jugando al biólogo.
Me gustaba ver como las nupias se escondían debajo de las piedras cada vez que las tocaba con el cropino. Recolectaban aspias que llevaban hasta el fotio. Era increíble ver como esas nupias, tan pequeñas y débiles, podían alzar aspias que les triplicaban el tamaño. Las nupias eran noñosas, no dejaban que los cudios se acercaran a su territorio y cuando veían alguno salían del fotio y les francataban pontocones que les trepiaban las antenas.
Los cudios fanzaban en las prenias. Traciaban vuldos de arriba a abajo y hercían las frobias para que los grunos no mostiaran las rosas. Eran incansables, dobiaban y plesiaban el las cundias y cuando se tremaban volvían a fanziar debajo de las prenias, justo donde el sol no las oñibaba.
A los modianes del jardín les gustaba trochocar las felivias. No era extraño verlos carribanando y presuntando las folcas de la estranta. Al igual que las nupias, los modianes fruntiaban su teruno. Les morialaban especialmente los fupianes. Cada vez que alguno se arrimaba, los modianes se arecolchaban en una rotana y planaban grutidos que pronteaban hasta las crovias de la casa. Los fupianes se aquiesaban y pronían de espianco y resongaban a sus loncas. Agrodaban en las pembias esperando un mejor momento.
Había momentos en que miraba al cielo e imaginaba cientos de jardines. Y me preguntaba si había alguno que tuviera al menos el encanto que tenía el mío. Regresaba con la mirada de nuevo a la tierra y me perdía de nuevo en ese mundo natural.
Si tenía suerte podía llegar a ver monoñiques. No emergían mucho porque preferían grutir bajo la cirruta. Cuando un monoñique lo hacía, se hudanaba el jardín. Las nupias volían las aspias, los cudios yucaban de las prenias, los modianes jufaban las felivias e incluso ni les morialaban los fupianes, que adroliaban para chequesar una que otra folca. Los monoñiques asperaban digadeza. Corsufiaban una prola que ribiaba con el sol. Del fregundo les sildiaban dos hudas de mil colores y de la testona un julino que inspiraba royalesa. Difiaban de a uno. Se hojafaban con trenuda, promenando el jardín de lado a lado. Se corfaban una que otra aspia que le volchaban a las nupias y volvían a fanziarse en su hinco de malchubas.
Yo pasaba la tarde esgrafiando en mi pocola de curnía. Los esgrafiaba de a uno y sensiquelaba cada hoja. Les froía noldes y les dorogotiaba las prolas del carpecio. Cuando me oyaba, agarraba mi copia y mi cropino y salía corriendo de nuevo a mi habitación. Todavía sulo mi pocola. La gurlo como un yusolo. Porque cuando ahomo los queriales la abro y frendo mis esgrafías.
Y entonces me encuentro acostado de nuevo en el jardín.