domingo, 29 de agosto de 2010

DOMINGO

Todos los domingos Raúl se levantaba tarde. Abría las cortinas y disfrutaba de la vista y de la satisfacción de haber cumplido su sueño de una casa en la playa. Se dedicaba a no pensar. A olvidar la ciudad, el asfalto, el humo negro, el regaño del jefe, las radiaciones del computador, el sonido de las quince impresoras y de los veintitrés teléfonos y del taconeo y de las sirenas. Y todo lo olvidaba recostado en el sillón y disfrutando de la presencia de Ana.

Ana dedicaba sus domingos a cocinar. No había nada en el mundo que le gustara hacer más. Panqueques de desayuno, Sancocho de pescado para el almuerzo, una ensalada con frutas para la cena y postres para todo el día. Y cuando se cansaba, se recostaba en el sofá y se deleitaba con el olor que impregnaba toda la casa. Se acercaba hasta la ventana y desde allí veía a Damián que jugaba en la playa.

A Damián le gustaba quitarse las sandalias y sentir la arena entre los dedos de sus pies y saltar sobre el agua que se posaba en la orilla. Corría de un lugar a otro y de vez en cuando se detenía a observar la inmensidad del mar. Amaba el mar. Y amaba elevar su cometa los domingos.

Era una cometa pequeñita. La más pequeña de la playa. Estaba hecha de dos palitos de madera que formaban una cruz y un pequeño pedazo de tela roja y traslúcida. Tenía una cola de todos los colores que le doblaba el tamaño. Era pequeña, pero cuando volaba lo hacía mejor que cualquiera. Con esfuerzo se metía entre las más grandes y se abría paso hasta llegar a lo más alto, a donde ninguna otra llegaba. Desde allí se enfrentaba al viento y se hacía la grande y miraba hacia abajo y se reía de Ore, porque ella sí podía volar.

Ore ladraba y perseguía gaviotas. Excavaba entre la arena y ocultaba caracolas y le gruñía a los cangrejos y salía corriendo cuando le pellizcaban la cola. Le gustaban los atardeceres y acostarse en la arena a contemplarlos. A veces se quedaba dormido y soñaba sueños perrunos. Soñaba con sus jóvenes días de vagabundeo y con el hambre y con el rechazo. Pero sobre todo soñaba con el día en que se lo llevaron a vivir en la casa de la playa.

Y la casa todavía conservaba el olor a sauce, a arándano y a pluma de gorrión. Mantenía la temperatura perfecta entre sus maderas. A veces se podía oír como crujía al ritmo del viento e imitaba el vaivén de los árboles. Los domingos era cómplice de Raúl y contaba a gritos los secretos de Ana y consentía a Damián hasta dejarlo dormido en su cama y cuidaba de que la cometa permaneciera intacta hasta el próximo domingo y se colaba en los sueños de Ore y hacía que fueran los más placenteros. Y con eso le bastaba para vivir sola el resto de la semana.

miércoles, 18 de agosto de 2010

POLONIO, ENAMORADOR DE INFIELES

Cuentan que en La Candelaria habita un personaje que le hace justicia al amor. Se llama Polonio. Fue amigo de los cuatro locos y al igual que ellos, enloqueció. Se había enamorado de una mujer y él la enamoró también. Se casaron y vivieron felices, pero no para siempre. Su mujer lo dejó, se fue con otro en una noche sin luna.

Dicen que desde ese día se vistió de rojo. Mientras vivió se le veía andando por la plaza y se sentaba a esperar. A esperar a esa que nunca volvería. Y escribía cartas para las mujeres del barrio. Y las mujeres se enamoraban de las cartas. Dejaban a sus parejas por la magia de las palabras. Polonio las enamoró a todas y todas se hicieron infieles por Polonio. Un día no se le vio más por la plaza. No hubo más cartas, ni mujeres enamoradas.

Afirman que tiempo después se presentó de nuevo en La Candelaria. Y todavía ronda por ahí. Busca muchachas para conquistar. Sólo se acerca a las mujeres infieles y cuando las enamora se van con él. Y nunca vuelven.

miércoles, 11 de agosto de 2010

EMIGRANTES

Irían hasta el pequeño camión y pondrían los muebles en el asiento de atrás. Se marcharían esa misma noche. Si todo salía como esperaban estarían viajando al norte. Se establecerían en una ciudad pequeña, ruidosa y contaminada.

Efraín trabajaría en un taller, Laura lo haría como niñera, como mesera o como empleada del servicio. Se olvidarían de todo. De la casa en el centro, de las escondidillas en la selva, de los viajes al río los fines de semana, de la incertidumbre, de la finca y de los cultivos, de las cenas con yuca y plátano, de sus identidades falsas, de las ferias del pueblo, de las reuniones con amigos y de su familia.

Les darían el dinero de la casa a la mañana siguiente. Eso sería lo único que tendrían para rehacer sus vidas. Eso y las promesas de apoyo de aquellos que no habían hecho nada para protegerlos. Se irían a la deriva, a buscar en dónde dormir. A encontrar un lugar que pudieran volver a sentir suyo, aunque sabían que eso era imposible.

La deuda la dejarían paga. Acabarían las amenazas. Sabrían que por lo menos los dejarían tranquilos.

Si los muebles los hubieran puesto en el auto. Si hubieran salido de su casa diez minutos, un minuto más temprano. Si hubieran sabido que venían a buscarlos se habrían ido antes. Estarían por lo menos seguros, lejos de lo que alguna vez fueron. Hubieran pasado desapercibidos. Hubieran logrado huir.

martes, 3 de agosto de 2010

DISECCIÓN

El guante le calentaba la mano. Sentía que las gotas de sudor frío escurrían por sus dedos y hacían que se le pegara a la piel. Le molestaba sentir el talco sobre sus uñas. Le hacía escuchar el sonido agudo de la tiza sobre el pizarrón. Se lo acomodó por última vez y le dio una mirada a la bandeja de plata. La luz verdosa de la bombilla revelaba un par de huellas digitales que se asomaban sobre la superficie brillante. Hizo un recorrido por encima de las herramientas. Las cuchillas, ordenadas cuidadosamente de mayor a menor, le mostraban su cara pálida que se confundía con el techo de la habitación. Se detuvo en el tercer bisturí y lo agarró decidido. A través del guante podía sentir que estaba helado. Habían pasado varios años desde su última cirugía a corazón abierto.

Dirigió la cuchilla hasta el cuerpo desnudo de la mujer. Su piel brillante de alcohol y gel le recordaba la de los sapos que diseccionaba en el colegio. Posó el bisturí suavemente debajo de la garganta. Justo sobre el comienzo de la marca que le había hecho previamente con marcador indeleble. Apoyó cuidadosamente el meñique en un costado, para evitar que la mano siguiera temblando. Presionó con fuerza y la cuchilla se hundió en la piel, haciendo un ruido sordo, como el de los mosquitos cuando explotan al acercarse a una lámpara eléctrica. La sangre no se hizo esperar. Empezó a salir en pequeñas dosis manchando la hoja de la cuchilla y salpicándole el guante, la bata y la camilla. Siguió cuidadosamente el curso de la marca que recorría todo el pecho, dividiendo el cuerpo en dos. Terminó el corte a unos centímetros del ombligo y sacó con cuidado la cuchilla roja del cuerpo de su víctima.