jueves, 15 de julio de 2010

COMIENZO UN PROYECTO

Según el Instituto Nobel de Noruega, el presidente
estadounidense fue el ganador del premio de la paz por sus
"esfuerzos extraordinarios por reforzar la diplomacia
internacional y la cooperación entre los pueblos"
Diario El Tiempo, noviembre de 2009

El último premio que recibí, me lo dieron en la secundaria. Fue una pequeña medalla dorada, que después de unos meses se destiñó. Me premiaban por buen comportamiento. Llevo más de diez años sin ser galardonado y he decidido no dejar pasar más tiempo. Quiero un premio. Pero no cualquier premio. Voy a poner mi mejor cara de ambición. Voy a ganarme un Nobel.

Investigar cromosomas, átomos y fibras ópticas demanda tiempo y esfuerzo. De economía no se nada y mi novela puede esperar, por ahora. Así que, por descarte y como estoy apurado, quiero el de la paz.

No voy a empezar huelgas de hambre ni diálogos pacificadores. Corro el riesgo de ser asesinado o morir de inanición. No voy a liderar movimientos que promulguen la no violencia o el cumplimiento de los derechos humanos. No quiero tener una medalla por buen comportamiento y un archivo en la policía.

Mi plan es sencillo. Afiliarme a algún partido político, militar y religioso. Por las dudas y la propaganda. Darle posada al peregrino con contactos. Vestir al desnudo. Involucrarme en un conflicto de dos comunidades o dos ciudades o dos países o dos continentes o dos mundos. Conciliarlos. Cuidar al enfermo y llorar en público. Lucir preocupado por la situación mundial. Darle de comer al hambriento y de tomar al sediento. Querer parar el calentamiento global, eso da puntos extra. Visitar a los presos y enterrar a los muertos.

Pero primero debo empezar por hacerme famoso. Así que voy a meterme a un reality show, a hacer un Talk Show o a ponerme tetas.

DESPERTAR

Sucede que uno gasta los primeros minutos del día en recuperar su brazo derecho. Se lo está comiendo una sanguijuela y hace cosquillas mientras mastica lentamente. Uno la frota, la pellizca, la muerde y la golpea, pero no cede. Está decidida a dejarlo inútil.

Con el brazo izquierdo intenta incorporarse. Un par de tenazas lo agarran de los pelos y en la lucha le arrancan unos cuantos. Luego están las serpientes. Esas que se niegan a separarse de la piel. Se enroscan en las piernas, se pegan a los pies, a cada uno de los dedos y sus largas lenguas ya empiezan a invadir las uñas. Las desprende de un tirón y se acurrucan en una esquina.

Por la ventana se escucha el batir de alas de esos hombrecitos que soplan un viento helado. Congelan las gotas de sudor que caen quemando la piel y clavándose en los pies. Uno se levanta. El piso, blando y viscoso, tiembla. La sanguijuela, que aún hace cosquillas, tira hacia abajo y lo tumba de nuevo en la cama. La agarra con su brazo libre y vuelve a tomar impulso.

Así, uno va a dar contra una pared de anillos que se pegan a sus ojos hinchados y los untan con tinta de calamar. Se rinde ante la inestabilidad del piso. Se arrastra. Le clava las uñas y empuja a su sanguijuela y a su pesada existencia.

Sucede que algunas cosas cambian con un baño helado. Uno se ubica frente a la tina. Se pone en la orilla, se da un empujón y resbala hacia adentro. Rueda de lado a lado y después de un rato frena en el centro. Estira su brazo y abre la canilla. El agua solidifica el piso y saca los anillos y hace que la sanguijuela se acobarde. Entonces se levanta y puede caminar y los hombrecitos se alejan volando y las serpientes se esconden y las tenazas se cierran.

Uno sale entonces a la calle con las dos cosas que nunca se van: Las manchas de tinta y su sanguijuela en un dedo.

HAY MÁS AGUA EN LA LUNA

“Hay más agua en la luna de lo que se pensaba, dice estudio”
Diario el Espectador, Junio de 2010

I
La luna estudia los pensamientos del agua
El agua dice que no hay más luna
La luna cree que el agua no dice lo que piensa
El agua se queda pensativa
y piensa en los decires de la luna
El agua llora
La luna dice que hay agua en el pensamiento
El agua dice que la luna no sabe nada

II
El pensador acuoso aluniza en sus estudios
estudia la luna
El estudioso lunar agua sus pensamientos
piensa en el agua
El pensador dice que el estudioso no piensa
El estudioso dice que el pensador no estudia

III
La luna agua el pensamiento del estudioso
El agua aluniza en los estudios del pensador
El pensador acuoso y el estudioso lunar dicen que no hay más lunas ni más agua
La luna y el agua creen que ni el pensador ni el estudioso saben lo que dicen

DE VECINOS

Oscar siente que el único departamento habitado es el suyo. Llega en la tarde y camina por el vestíbulo que rechaza la luz de la calle. El único sonido que se escucha es el de sus zapatos sobre la baldosa recién encerada. Pega un pequeño salto para evitar caer en la zanja de lo que alguna vez fue una revisión de gas. La paredes absorben los sonidos y los guardan tan celosamente que nada se les escapa. Los techos muestran señales de que alguna vez fueron habitados por bichos y fumadores compulsivos.

Los escalones son gigantescos y los sube con dificultad. La forma de caracol lo marea. Sube siempre agarrado de la pared. Su miedo a las alturas le hace pensar mil formas diferentes de la manera en que bajaría de nuevo en caída libre. Su piso vuelve a tener luz después de varias semanas. Preferiría que no fuera así, la bombilla deja ver la oscuridad asfixiante del corredor. Si alguna vez se encontrara con algún vecino no cabrían los dos.

Abre la ventana de su habitación y le hecha un vistazo a los otros departamentos. Todos con las persianas y las ventanas cerradas. Se oye a lo lejos el ruido de la ciudad. Se queda escuchándolo por unos minutos para no olvidar que sigue vivo. En las noches reina una calma de pueblo fantasma.

En las mañanas, la vecina de en frente le pide a gritos a Nahuel que se bañe, que se vista, que aliste su maleta, que termine su tarea, que se coma rápido el desayuno, que se porte bien en clase, que no sea malcriado, que todo es culpa de su padre, que la abuela no la entiende, que no sea estúpido, que no lo soporta más. Nahuel no dice nada pero se escucha sollozar en el baño. Seguramente nunca dirá nada. Prefiere callar antes de decir algo que pueda traer consecuencias devastadoras. El anciano del segundo piso le sube el volumen al televisor porque su esposa escucha el radio a todo lo que da en la cocina. No se dicen nada, pero luchan por conseguir los mejores decibeles. Los chicos de la planta baja juegan un partido en el patio, pasámela, grita uno, no seas pelotudo, grita el otro, lanzá, jugás como mina, no te la dejés sacar, fue tu culpa, gol. Y al golpe de la pelota contra el edificio lo acompaña un grito de no rompan nada que se escucha fuerte y claro. El golpeteo quiere tumbar el edificio y el grito ya ha roto un par de ventanas. La mujer del tercer o cuarto piso inicia su concierto matutino de ducha en do mayor. Ese sonido por desafinado que resulte, es de los más agradables.

Oscar escucha atento. No tiene más remedio. Su departamento se inunda de olores a sales de baño, a shampoo de miel y jojoba, a nostalgia, a huevos revueltos, a chocolate caliente, a desilusión, a pelo quemado, a tierra húmeda, a pasión, a detergente y a piso encerado que le resultan ajenos.

Para cuando abre la puerta ya no gritan a Nahuel, ya no se escucha el televisor ni hablan fuerte en la radio, ya no juegan fútbol y ya nadie canta. Camina por el corredor buscando señales de vida. Cruza a saltos el vestíbulo y abre la puerta. La luz del sol le hace cerrar los ojos. Después de unos segundos regresa su vista y se encuentra con la fría soledad del edificio que invade la calle.

ENTRE GUSTOS Y DISGUSTOS

Me gusta la luz del medio día
y los animales en las nubes
el sol no me gusta
la luna llena y los hombres lobo
los duendes y los vampiros me gustan
pero no me gusta la noche tenebrosa
Me gustan los despertares calurosos de invierno
y las noches heladas en pleno verano
Ni los inviernos ni los veranos me gustan
Janis Joplin los lunes lluviosos me gusta
y Ray Charles los sábados soleados
pero no me gustan los domingos de Billie Holiday
Me gusta el olor a sancocho y a ajiaco
el lulo y el maracuyá
pero no me gusta la comida caliente
Las bromas de mamá me gustan
y los consejos de papá también
las llamadas a larga distancia no me gustan
Me gustan las paredes de las galerías
y la energía de los museos
pero los avisos de “no tocar” no me gustan
Las mujeres de Klimt me gustan
y también las estrellas de Van Gogh
pero no me gustan las gordas de Botero
Los óleos y el carboncillo
y los lápices de color me gustan
La hoja en blanco no me gusta
Me gusta el olor a libro nuevo
me gusta el olor a libro viejo
pero no me gusta cortarme con papel
Me gustan los conejos blancos
las hadas azules y las brujas verdes
los felices para siempre no me gustan
Me gusta la tipografía
la alineación y el espaciado
pero no me gusta la mente en blanco
Me gustan los inicios
me gustan los nudos
y no me gustan los desenlaces

Me gusta que me gusta
y me gustaría gustarle
que no le guste no me gusta

No me gusta

PASEABAN

Se sentaron a descansar en las sillas del parque y se quedaron dormidos los tres. Durmieron por años. Se hicieron viejos e inexplicablemente engordaron. La primera en levantarse fue la hija. Llamó a sus padres y sin decirse nada se fueron caminando muy despacio hasta la casa. Nadie los vio llegar.



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MELÓDICO

Se sostiene en su única pata. Apoyado sobre la pared vieja y sucia mantiene el equilibrio como un experto funámbulo. Espera paciente por alguien que lo agarre, que lo sostenga en brazos, que lo toque.

Cuenta historias del medioevo, de reyes y códices. Aún conserva la elegancia de los bailes cortesanos. Huele a sonatas, a pastorales, a rapsodias del sur y a allegrettos graziosos en una noche de invierno. La habitación se llena con su imponencia, con sus curvas barrocas y su pesadez monumental. Hasta el sol se cuela por la pequeña ventana para poder reflejarse en su superficie lacada.

Respira el aire tensionante de las audiciones y la brisa refrescante de los conciertos en sol mayor. Huele al sudor de las manos nerviosas y a pelo recién cortado. Huele a abeto, a cedro, a sauce, a nuez y a nácar. Su sonido es azul como el canto de las ballenas, como las carcajadas de un niño. Es pacificador y angustiante. Es de un violeta tan profundo que invade y ahoga.
Huele a luna llena, a Kandinsky, a plata, a escalas y a arpegios, a nylon y a acero. Suena a arrullo de abuela, a mañana de domingo, a fotografía vieja y a café recién hecho. Su sonido es tan largo como los días de verano y tan corto como los mejores sueños.

MARUMBA SALE DE SU CASA

Marumba sale en la mañana de su casa. Su traje blanco contrasta con su piel oscura. Hace equilibrio sobre la baranda para no caer al río. Da uno, dos y tres pasos y se tropieza. Vuelve empapado y se cambia la ropa. Marumba sale de su casa con un trajecito amarillo. Se agarra fuerte de la baranda. Camina sobre ella como un mono trepando un árbol. Ha olvidado su mochila. Marumba sale de su casa con la mochila al hombro. Se sienta en la baranda y se arrastra despacio. El río lo salpica y se le mojan los zapatos. Marumba sale de su casa con las sandalias nuevas. Se acuesta en la baranda y se mueve de espaldas. Al llegar al otro lado recuerda que ha olvidado su merienda. Marumba sale de su casa con la merienda en la mano. Da unas volteretas y no ve la tarea. Marumba sale de su casa con su trajecito amarillo, con las sandalias nuevas, con la mochila al hombro, la merienda en una mano y la tarea en la otra. Se le hace tarde pero no tiene prisa. Hace un par de peripecias en la baranda intentando no caerse. Al llegar al otro lado se da cuenta que ha perdido sus cosas. La mochila se ahogó y la tarea se la comió una gaviota. Marumba sale de su casa pero no quiere ir a la escuela.

ETÉREO

Mi cama, como la tierra, permanece húmeda y fría. Mi almohada aún conserva el olor de las hojas secas. Las gotitas de rocío me golpean suavemente, en un intento fracasado por despertarme. Los árboles son gigantes que zumban canciones al ritmo del viento. Las hormigas y los caracoles me caminan y susurran cosas que no logro entender. El agua helada empuja las piedras de la orilla que permanecen estáticas. La brisa me cobija y trae consigo los cantos matutinos de las aves.

Abro lentamente los ojos. La luz golpea en mi cara y entre nubes veo a mi abuelo. Camina erguido entre las piedras y se acerca a la orilla. Los peces lo miran como retándolo, nadan entre los juncos, se esconden, saltan y lo salpican. Veo a su sombra ejecutar movimientos impecables. La caña lo sigue obediente. Después de unos minutos saca uno, dos, cinco, veinte, cien peces. Se revuelcan en la tierra entristecidos por la derrota.

La tierra se deshace bajo mi cuerpo, las hojas vuelan con el viento, tan solo quedan unas gotitas de agua en mí, los árboles se derriten en el cielo, los bichos se ocultan y la brisa cesa de golpe.

Mi abuelo sigue ahí. Inamovible. Tan concreto como su memoria.

DOBLEZ

Borrar el dibujo del viaje a China
Hacerme un Origami con el papel del baño
Cambiar el de cocina por uno de arroz
Degustar las fibras del libro
Hacer un papelón con pocas hojas

Evitar las resmas
preferir los planos
los cuadernos sin árboles
Los diarios plegados
y los papeles sin rol.

ESPERA

Gloria entró a la sala y agarró un turno para esperar a que la atendieran. No le gustaban los hospitales pero no podía postergar la cita por más tiempo. Se sentó a esperar. Se hizo en el último lugar, lejos de la recepción y al lado de una pequeña ventana. No soportaba el olor que era una mezcla entre formol y el peculiar aroma de las cremas para golpes y torceduras. De fondo se escuchaba una canción de música andina instrumental. Prefería no entrar en contacto con ninguna de las personas que, como ella, esperaban a ser atendidas. Tan pronto se sentó miró el papel que tenía en la mano y vio el número ochenta y nueve. Alzó la mirada buscando la pequeña pantalla que se encontraba en la recepción y vio que estaban en el turno setenta. Se acomodó y sacó una de las revistas que había comprado antes de entrar. La leyó entera.

Después de una lectura de tres revistas, los sonidos de la zampoña, el charango y el bombo empezaban a aburrirla. Echó un vistazo y se percató que muchas de las personas que estaban cuando había llegado ya se habían ido, pero la sala se encontraba aún más llena. Alzó la mirada y se levantó un poco para ver la pantalla por encima del sombrero de la fila de adelante. Turno setenta y cinco. Se reacomodó en su silla y empezó a mover el pie rápidamente. Se detuvo por los ojos de furia de la señora de al lado. Sacó de nuevo una de las revistas y empezó a hacer el crucigrama de la hoja final. Lo acabó a los diez minutos. Miró de nuevo la pantalla. Turno setenta y siete. Las canciones empezaban a repetirse. Quería estrangular al niño de adelante que no dejaba de gritar y saltar de un lado a otro. Se levantó y fue a sentarse en la otra esquina. Estaba todo más tranquilo y corría un viento fresco que entraba por la ventana.

Sacó otra revista. Empezó a llenar con cincos, sietes y nueves los espacios del sudoku. A los cuarenta minutos lo abandonó. Tenía un par de cuatros en el sexto cuadrante. Otro vistazo a la pantalla. Tuvo que levantarse de la silla y esquivar varios cuerpos que estaban de pie para descubrir el número. Turno ochenta y cinco. Se quedó de pie para evitar un calambre. No se movió de la última fila, no quería entrar en el tumulto. La sala estaba aún más llena. Las canciones se repetían por cuarta o quinta vez y Gloria empezaba a tararearlas inconcientemente. Volvió a sentarse. El anciano de al lado le preguntó la hora, otro niño fastidioso empezó a molestarla y disimuladamente lo pellizcó, se levantó, se cambió un par de sillas más al centro, sacó las revistas otra vez y las hojeó de nuevo.

Turno ochenta y nueve. Se levantó y había tanta gente que no encontró por donde pasar. Mientras intentaba hacer a un lado a las personas que estaban de pie, escuchó el timbre de nuevo y una voz que gritaba: ¡chentinueve! Con desesperación alzó la mano tratando de hacerse notar. Escuchó de nuevo: ¡chentinueve! “Soy yo” gritaba en vano, pues el ruido de la gente la opacaba. Entre empujones, patadas, codazos y uno que otro insulto logró llegar a la recepción. Ahí se dio cuenta que habían pasado al turno noventa y uno.

-Tiene que estar más atenta la próxima vez- le dijo la recepcionista-. Ahora va a tener que agarrar otro turno y esperar.
Gloria la miró con desprecio y estuvo tentada a irse. En la puerta recordó por qué estaba allí y de mala gana agarró otro turno y se sentó en la única silla que vio vacía. En el papel estaba marcado el número ciento noventa.

CAMBIOS

Era Lunes. El despertador sonó como todas las mañanas a las seis en punto. Leo se levantó y aún dormido empezó a caminar hasta el baño. Se tropezó con la pequeña alfombra que tenía a los pies de la cama, se frotó los ojos con la intención frustrada de despertarse y se dio un par de golpes contra la pared antes de encontrar la puerta. Cuando logró ubicar la canilla del agua fría se mojó la cara. Se sacó la camisa del pijama y se desperezó con los brazos extendidos. Fue en ese momento en que notó que algo no andaba bien.

Había algo extraño debajo de su axila derecha. Un pequeño bulto que sobresalía apenas unos milímetros. Lo palpó con su mano izquierda y en cuanto lo hizo sintió que el bulto se movía. Asustado, lo examinó. Sobre su superficie se alcanzaban a ver cinco masas minúsculas. Puso el brazo derecho sobre su cabeza para tener una mejor vista y con la otra mano empezó a tocarlo. Al primer contacto reaccionó. Hacía un movimiento lento de arriba hacia abajo. Nunca había visto algo como eso. Decidió no ir a trabajar y pidió una cita con un especialista.

Después de bañarse lo examinó de nuevo. Había crecido al menos siete centímetros en menos de media hora. Las cinco masas que salían de la más grande se veían un poco más delgadas y empezaban a articularse. Apresuró a vestirse y salió hacia su cita con el doctor.

El viaje en bus le resultó incómodo. No podía dejar su brazo derecho abajo porque la masa crecía cada vez más. Decidió agarrarse de la varilla y quedarse de pie aún cuando el bus estaba vacío. El abultamiento sobresalía de su costado y al saco que llevaba se le deformaban los rombos. Para el momento en que llegó al consultorio medía un poco más de veinte centímetros y le era imposible cerrar el brazo. Andaba apoyándolo sobre la gran masa que ahora se había puesto bastante dura.

En la sala de espera no pudo ni sentarse al lado de nadie, porque el bulto golpeaba o le hacía cosquillas a las personas que tenía cerca. Cada cierto tiempo lo palpaba y notaba que además de su rápido crecimiento empezaba también a tener cierta individualidad. Se movía como reconociendo el terreno y parecía que olisqueaba todo a su alrededor.

-Apareció esta mañana – le explicó al doctor -, es de lo más extraño.

El doctor comenzó a examinarlo. Reaccionaba cada vez que lo tocaba. Después de unos segundos fue a sentarse al escritorio.

-No tiene de que preocuparse- le dijo a Leo, mirándolo como si estuviera perdiendo el tiempo –es sólo un brazo.

-¿Un brazo?- preguntó Leo que tenía cara de no entender nada -¿Cómo que es sólo un brazo?

-A algunos les sale otro dedo, otra oreja, un ojo de más. Lo suyo fue un brazo. Un brazo completo. Con mano, dedos y uñas.
Le repito, no hay de qué alarmarse. Seguro se le cae en un par de días.

Para cuando salió del consultorio la mano nueva ya estaba totalmente construida y no dejaba de moverse. A Leo le resultaba muy difícil controlarla. A veces tenía que agarrarla con las otras dos manos para mantenerla quieta. Aún no la sentía suya. Incluso pensaba que podría ser de otra persona, ya que no se parecía en nada a las otras dos.

Pasó todo el día lidiando con su mano nueva. Le enseñó a agarrar el lápiz, a escribir, a hurgarse la nariz, a reconocer las otras partes del cuerpo, a llevarse la comida a la boca, a usar guante, a decir groserías, a señalar, a golpear, a acariciar, a rascar, a no comerse las uñas, a saludar y a decir adiós.

Al llegar la noche, estaba tan exhausto que se quedó dormido en el sillón de la sala. Estaba tan cansado que ni siquiera se puso el pijama con su mano nueva. Tan cansado que no se bañó los dientes con su tercer brazo. Tan cansado que no notó que en sus pies, en el brazo izquierdo, en su pecho, en su cabeza, en su sexo y en su espalda habían empezado a crecer unos pequeños bultos.

El martes el despertador sonó a las seis en punto. Leo se dio cuenta de que su brazo nuevo ya no estaba más. Se había caído y ahora descansaba en el suelo. Pegado a un cuerpo que no era el suyo.

EL PANDORFO

Caminando por el centro comercial, Amadeo vio una tienda nueva. Sintió curiosidad por entrar, no tanto por la yamidez de su fachada sino por los objetos que estaban exhibidos. Aunque había toda clase de cosas, Amadeo fijó su mirada es una sola: el pandorfo más increíble que jamás hubiera visto. No era porque sus pandorfinas fueran sensibles a la luz, ni porque al rufitarlo creara las imágenes florales más bellas; tampoco le llamó la atención que las pandorfinas fotosensibles crearan imágenes más yámidas, ni que su diseño permitiera una mayor sensibilidad al rufiteo. La razón por la que Amadeo compró el pandorfo más caro de la tienda no fue porque sabía que iba a despertar la envidia de sus amigos. Amadeo se adueñó del pandorfo, porque al igual que él, era totalmente blanco.

NANTE

Había construido su casa en medio del mar y cerca de una pequeña isla. Se alzaba unos cuatro metros y se sostenía apenas por una fina columna de madera de palma. Nunca nadie supo cómo estuvo en pie tanto tiempo. Nante, como se hacía llamar, había vivido solo en la casa por más de treinta años. Era anciano, usaba anteojos y siempre vestía de blanco. Era visto en la isla cuando iba hasta allá para recolectar cocos. Generalmente pasaba el tiempo en el botecito que usaba para navegar y pescar. No hablaba mucho. Nunca se le conoció un amigo y nunca nadie había visto su casa.

En esa semana nante empezó a ir más seguido a la isla. Se le veía recolectando trozos de madera de botes abandonados y persiguiendo a los monos para afeitarlos. Incluso llegó a pedirles herramientas prestadas a algunos de los habitantes de la isla. Todos estaban intrigados por saber qué se traía entre manos.

El lunes siguiente bajó en la mañana como era habitual. Pero esta vez no recolectó madera, ni bajó cocos, ni peló monos. Traía consigo una hoja de palma, que encontró al primer niño que encontró a orillas del mar. Tenía un mensaje dirigido al profesor de música de la escuela: un rastaman que se ufanaba de haber estudiado en Europa. En la carta le pedía que fuera a su casa al caer la noche, pero le sugería que lo hiciera sin ser visto.

En las primeras horas de la noche el profesor agarró un pequeño bote y se fue hasta la casa de Nante. Al cabo de unos minutos de remo se encontraba al frente de la débil columna. Se quedó observando todo por unos instantes, no porque estuviera interesado en la vieja construcción, sino porque no tenía ni idea de cómo subir hasta la puerta. Tardó un rato en escuchar la voz de Nante que le gritaba desde arriba: “agárrese profesor” y en seguida vio caer a su lado una soga perfectamente anudada, “agárrese que yo lo subo”. El profesor se agarró fuerte e intentó poner sus pies en el nudo final, sin mucho éxito, pues tenía las sandalias mojadas y se resbalaba cada vez que lo intentaba. De pronto empezó a sentir que ascendía y se sintió avergonzado pensando en la fuerza que el anciano estaba haciendo para subirlo.

En cuanto llegó a la puerta, Nante lo recibió con un saludo bastante formal e inexpresivo. El profesor se sentía incómodo y nervioso, pues el piso de madera, al igual que el resto de la casa, crujía estrepitosamente con cada paso que daba. La casa era sencilla, en realidad era una habitación bastante amplia. Tenía muy pocos elementos. “Lo justo para vivir”, pensó el profesor.
Había una mesa con una vela, un plato, un vaso y un par de cubiertos y una silla al costado de la puerta. La silla y la mesa, fabricadas por el mismo Nante, tenían incrustadas en las patas algunas caracolas de colores brillantes. Se veían bastante frágiles pero aguantaban el peso de Nante que ya se había sentado y apoyaba su brazo sobre la mesa mientras el profesor continuaba cerca de la puerta.

-Adelante- dijo Nante al profesor que tenía miedo de seguir avanzando –, es segura, la hice yo mismo.
“Esa es precisamente la razón por la que no me muevo” pensó Nante mientras avanzaba en puntas de pie, despacio y observando todo a su alrededor.

En una de las esquinas, al lado de una pequeña ventana, había una litera pequeña. Estaba formada por cuatro ramas y una tela de colores y parecía que en cualquier momento se vendría abajo. En la esquina opuesta había una estufa doméstica portátil y un baúl. Sobre la estufa, bastante vieja, se calentaba una olla tapada que expedía un olor delicioso. El baúl era lo único en la casa que estaba intacto, se apoyaba sobre una pequeña alfombra y estaba como recién salido de una tienda de muebles y accesorios para el hogar.

Pero lo que más llamó la atención del profesor fue el piano que ocupaba gran parte de la habitación. Estaba perfectamente hecho con pedazos de madera de diferentes colores y se veía nuevo y brillante. Estaba tan interesado en el instrumento que olvidó la fragilidad de la casa y avanzó con paso decidido hasta él.

-Necesito que lo afine- dijo Nante tras la mirada curiosa del profesor -. Pero no quiero preguntas.

Sin decir nada el profesor se sentó frente al piano. Empezó a tocarlo y descubrió que tenía un sonido diferente. No sonaba igual a otros pianos que hubiera tocado. Era cautivante, estuvo tocando algunas melodías sin importar que estaba desafinado. Ni siquiera se dio cuenta que Nante sacaba de la olla una langosta que se veía exquisita y empezaba a comerla sin ofrecerle ni un poco.

Después de tocar por varios minutos y cuando Nante hubo terminado su cena, el profesor abrió la caja del piano. Aunque las uniones entre las maderas eran toscas, estaba maravillado por la perfección del instrumento. Se dirigió a las cuerdas y empezó a afinarlas. Notó que no estaban hechas de acero ni tenían hilos de cobre. Por el contrario se sentían suaves al tacto y picaban al roce con la piel. El profesor se acercó y descubrió que estaban echas con pelo. Pelo negro, marrón y gris. Pelo de mono.

Empezó a templar una a una las cuerdas. Temía que al hacer mucha fuerza se rompieran. Tardó un par de horas antes de estar seguro de que los tonos eran correctos. Cuando hubo terminado carraspeó para llamar la atención de Nante que se había quedado dormido encima de la mesa. Este se levantó y sin decir nada fue directamente al piano y lo probó. Tocó una a una las ochenta y ocho teclas, asegurándose que fueran las notas indicadas. Satisfecho se levantó, se dirigió al baúl y sacó un viejo libro de tapas roídas.

-Por sus servicios- le dijo mientras se lo entregaba al profesor.

- No es necesario- le respondió haciendo un gesto de sorpresa.

-Insisto- replicó Nante y se lo guardó en la mochila.

El profesor no abrió el libro hasta que llegó a su casa. Esa noche se escuchó en la isla el sonido de un piano que interpretó las más hermosas melodías hasta el amanecer. A Nante no se le volvió a ver. Y el profesor guardó en secreto el libro que contaba la historia de aquel viejo y su casa en el aire.

MONÓCULO

Pestañea y se le salen los ojos. El tercero queda sin esfera y anuncia la arremetida. Medusa, ansiosa de venganza, aguza su mirada crítica. La pupila de su ojo de vidrio lagrimea un guiño, rojo por la falta de parches. El ojo de horus pierde humedad y sus anteojos parpadean. El Cíclope miope los observa y una aguja ciega perfora su atención.

CUARTO DE JUEGOS

La habitación guardó por siglos la sonrisa espontánea de los niños que alguna vez la habitaron. Era pequeña, apenas se podía avanzar por el lugar inundado de cachivaches. Sin embargo se sentía enorme. Para recorrerla con la mirada se podía tardar horas. Cada uno de los objetos que se encontraban allí contaban su propia historia y uno no podía resistirse a escucharlos.
El lugar, en el que alguna vez hubo una cama, una mesa de noche y un pequeño escritorio, estaba ahora ocupado por grandes repisas de madera. Estaban ubicadas sobre las paredes azuladas y expedían un olor a pino tan agradable que no era necesario abrir las ventanas para sentir el aroma del jardín que rodeaba la casa.
Sobre los estantes se apilaban los objetos más valiosos. Muñecas de las niñas, de sus madres y de sus abuelas que expedían un rico olor a té y galletas. Observaban con una sonrisa pícara a los intrusos que entraban a husmear esperando su turno para el juego. Autos de juguete que hablaban de viajes a países imaginarios. Que olían a tierra, a alfombra, a regaño de madres, a abuelos consentidores, a arena y césped y que alistaban motores en cuanto veían un posible conductor. Animales salvajes que ocultaban su peluche gastado y sus hilos descocidos, que esperaban entre sombras que alguien les remendara sus corazones rotos.
Distribuidos en el piso, sobre la alfombra impecable, reposaba una serie de juegos. Mostraban orgullosos el paso del tiempo, sus colores gastados y sus múltiples fracturas. Yo-yos de todos los tamaños, texturas y materiales, con sus cuerdas sucias por el uso y el abuso de aquellos que los usaban con sus manitos sucias de helado y caramelos. Trompos gigantes y diminutos, con las puntas desgastadas y con cierto olor a pólvora. Un par de baleros con extrañas figuras pintadas, en los que se sentía el sabor de la victoria. Frascos con mares de canicas que se exhibían brillantes y gloriosas. Y tres cometas que exhalaban el aliento de los pájaros y que habían robado en sus colas el espíritu de las anclas.
En una de las esquinas habitaba un caleidoscopio sucio y gastado de tanto uso. Se ofrecía a mostrar las coloridas imágenes del país de las maravillas, del que guardaba aún las fotografías. En la esquina opuesta, se encontraba el cubo de Rubik. Casi nuevo pero empolvado y olvidado entre tanta diversión.

AL DÍA SIGUIENTE

No puedo seguir soportando esto no me deja en paz un segundo las galletas no las escondí seguro se come una o unas cuantas soy un estúpido cómo fui a olvidar esconderlas podría guardarlas rápidamente en el cajón debí esconderlas siempre lo olvido y no he terminado el reporte qué le voy a decir no tengo excusas debo inventar una siga hablándole Gutiérrez eso me da tiempo el cajón está lleno tendré que aguantarme que se coma mis galletas otra vez y el informe que le voy a decir si no hubiera sido por Diana lo hubiera terminado anoche pero quién se iba a resistir nunca me lo hubiera perdonado dónde dejé el regalo no recuerdo haberlo llevado a casa lo habré dejado en la suya se va a enojar pero bueno estaba borracho sabrá entender tengo sed dónde dejé el agua el informe no se que inventarme seguro que esta no me la pasa voy a hacer que trabajo qué le habrá dicho a Gutiérrez se veía mal serán malas noticias tiene cara de malas noticias qué digo qué me invento qué excusa le doy qué puedo decir me puedo hacer el enfermo pero esa no me la cree desde la última vez no me despida jefe no me despida no me despida no me despida no me despida…

UNA DE TANTAS

-¿Por qué no puedes cerrar los cajones?- le preguntó Jorge enfadado –.No puedo estar todo el tiempo cerrándolos detrás de ti.
-Pues déjalos abiertos- le respondió despreocupada mientras se dirigía a la cocina.
Lo único que le molestaba a Jorge de Ana era su racional despreocupación por cerrar cualquier cosa: los cajones, las cajas, los frascos, todo, todo lo que tuviese tapas o puertas.
-Siempre he sido así y lo sabes- decía Ana mientras sacaba una galleta del frasco y lo dejaba abierto-. Si tanto te molesta no te preocupes en cerrarlos.
-Te queda fácil decirlo- dijo Jorge, que bruscamente agarró el tarro de las galletas y lo cerró- pero sabes que no lo soporto.
-Y tú ¿Por qué te molestas en cerrar las cosas si sabes que las voy a volver a abrir?
Jorge decidió callar y cerró los cajones de la alacena, despacio, sin que Ana lo notara.

DECLARCIONES

El invitado
Nico estaba cumpliendo años. Sus padres le hicieron una fiesta, como siempre. Le hacen fiesta por todo, ¿sabe usted? Porque si y porque no. Ésta, en particular, estaba aburridísima. Los niños correteaban jugando por la sala del apartamento. Ya habían roto la piñata y se inventaban cualquier cosa para seguir jugando. Los adultos se apilaban en un rincón e intentaban mantener una acalorada discusión sobre asuntos molestos. Yo observaba toda la situación desde mi silla, al fondo de la sala.
En el momento en que le iban a cantar el feliz cumpleaños Ana lo alzo en sus brazos. Cuando empezaron a aplaudir y a felicitarlo, se escuchó que alguien decía: “¿Dónde está el cumpleañero?” Nico volteó la mirada y se asustó. Emitió un grito desgarrador y empezó a llorar. No era para tanto, ¿sabe usted? Siempre he dicho que ese niñito es un malcriado.

La madre
Era el cumpleaños de mi hijo Nico. Cumplía cinco. Se crecen muy rápido, ¿no es verdad? Raúl y yo queríamos hacerle una fiesta como todos los años. Una fiesta como Dios manda. Invitamos a sus amiguitos del jardín y a los familiares más cercanos.
Mientras los niños jugaban Raúl y yo preparábamos todas las actividades y atendíamos a los invitados. Después de romper la piñata y cuando ya todos entraban en calor, decidí que era hora de cantar el feliz cumpleaños. Saqué el pastel de la cocina y lo puse encima de la mesa. Llamé a Nico emocionada. Estaba a punto de darle su sorpresa. Lo alcé en mis brazos y me ubiqué en frente de la mesa, para que todos nos vieran.
Empecé a cantar y todos me siguieron. Estaba segura de que Nico se sorprendería gratamente. Lo haría al terminarse la canción. Estábamos aplaudiendo cuando escuché que alguien gritaba: “¿Dónde está el cumpleañero?” Me sobresalté. Tal vez porque Nico pegó un brinco fuertísimo o porque la voz era tan chillona que me penetró como una cuchillada en el oído.
Nico volteó la mirada y al descubrir quién lo miraba lanzó un grito de terror y empezó a llorar. No tuve más remedio que alejarme lo más posible de ahí. La sorpresa, definitivamente, no había salido como esperaba.

La víctima
Estaba cumpliendo cinco años. Mis papis me organizaron una fiesta con mis amiguitos del jardín. Estaba pasándola muy bien. Jugamos a las escondidillas, a la lleva, a la pelota, hicimos carreras con costales, usamos todos mis juguetes, incluso los nuevos, rompimos la piñata y mi mami nos enseñó a hacer títeres con bolsas de papel y un montón de cosas más.
En un momento mi mami me llamó. Me dijo que era hora de cantarme el feliz cumpleaños. Me alzó y nos fuimos cerca del pastel. Después de cantar empezaron a felicitarme. De pronto escuché un ruido que me dejó sordo. Es el ruido más tenebroso que haya escuchado en mi vida. Venía de la espalda de mi mami y gritaba: “¿Dónde está el cumpleañero?” Me di vuelta para saber quién o qué había venido por mí. Busqué por encima del hombro y me encontré con una cara espantosa. Estaba toda pintada, tenía una sonrisa tenebrosa y no dejaba de mirarme.
No tuve más opción que gritar por ayuda.

El acusado
Carlos Casas … 32 años … Soltero … 72.115.228 de Bogotá … Payaso, me dicen Chispita …
No se qué salió mal. La señora Ana llamó en esos días a la oficina. Buscaba un payaso que le animara la fiesta a su hijo. Me dijo que cuando acabaran de cantar saliera e hiciera mi show. Llegué antes de lo pactado para alcanzar a cambiarme y a pintarme la cara. Estaba esperando en la cocina. Cuando ella entró por el pastel me preparé. Esperé atento al momento en que se acababa la canción. Apenas sucedió salí. Me preparé y con mi mejor voz de payaso dije: “¿Dónde está el cumpleañero?” Fue una entrada gloriosa, fui corriendo a buscar a Nico que estaba en brazos de la señora Ana. Me acerqué y el niño me miró con espanto e inmediatamente empezó a llorar y a gritar como loco.
No hice nada extraño. He animado fiestas por años y nunca me había pasado. No entiendo por qué se asustó. Lo tenía todo: la voz chillona, la cara pintarrajeada, la sonrisa exagerada, la actitud de felicidad extrema y el trajecito colorido. ¿Me puede decir usted qué hice mal?

domingo, 11 de julio de 2010

A MODO DE PRESENTACIÓN



Que mi hermana me haya dado el nombre aún sin saber que iba a ser varón, no es gratuito. Estoy convencido que nos queríamos antes de adoptar formas humanas. Entonces, decidimos nacer en la misma familia. Mis padres creen que todo pasa por alguna razón. Fui criado bajo la frase: lo que es para uno, es para uno.


No me gustan los extremos. Por eso, decidí nacer justo a mediados de los ochenta. Mi día favorito de la semana es el sábado. Por eso, escogí ese día para venir al mundo. Me gusta creer que hay una conexión mística entre aquellos que nacen en una misma fecha. Por eso, elegí el diecinueve de enero; confío en que algo de las almas de Cézanne, Joplin y Poe habita en mí.

Soy artista de profesión y por convicción. Escapo de mi propio mundo a través de las imágenes. Hablo poco. Soy músico frustrado. Dejé la música cuando comprendí que no había nacido para hacerla. Sin embargo, me cuesta vivir si no la escucho. Me ruborizo con facilidad. Me gusta escribir, porque así, logro decir lo que mi boca no puede. Soy experto en hacerme el invisible.

Soy azul soy frío soy sol soy aire soy orden soy estricto soy niño soy juego soy reserva soy consejo soy envidia soy amargura soy oculto soy tranquilidad soy día soy luz soy energía soy pop jazz y rock soy desequilibrio soy torpeza soy olvido soy soledad soy coleccionista soy pigmento soy silencio soy quien soy.